viernes, 8 de febrero de 2013

Gotas de una grosería (2011)


Mi frente estaba nadando sobre unas hojas desparramadas en el escritorio. Ya no quería estudiar más, pero necesitaba hacerlo. Si no lo hacía, mis compañeros restantes iban a aprobar delante de mí y eso era algo que no podía dejar que ocurriera. Seguramente me había quedado dormido unos minutos bajo las incontables páginas de filosofía, pero ni siquiera me fijé en el reloj de pulsera para contar los segundos que había perdido, ni tampoco para ver cuanto faltaba para presentarme en el examen, aunque pude escuchar los tenues palpitos de las finas agujas. No quise mover mi cuello, aunque pude divisar a mis compañeros de la misma forma que yo: con sus agotados y traspirados rostros sobre los libros. A lo lejos escuché, a través del pasillo de mi hogar, cómo las gotas de la canilla del baño caían y explotaban en el canoso como nevado cerámico y marcaban el tiempo. Caían al unísono con las agujas. Luego de unos momentos, conseguí la fuerza necesaria para enhestar mi espalda sobre el respaldo y desgarrar las lagañas de mis ojos con unos violentos sacudones de mis uñas. Mis pezuñas estaban muy largas. Tan largas que tenían residuos de tierra y sangre entre la carne y la uña, que en conjunto conformaban un tupido color ocre. Me detuve a mirarlas en detalle. Clausuré mi vista, parpadeé y creí que al abrirlos podría ver una imagen diferente. No hubo ningún escenario diferente. Crují mi cuello y miré a mis compañeros. Estaban descansando, supongo. No pude despertarlos. Me tomé esa oportunidad para robar, con una polvorienta tijera, un pequeño mechón del exquisito cabello color bermellón que recorría el cráneo de Amalia. ¡Si tan sólo yo pudiese tener una cabellera tan elegante! No se dio cuenta de mi descortesía. En ese instante, me fijé que ella tenía un libro de filosofía cerrado y otro abierto, erguido frente a ella tapando algunos halos de luz que querían golpear su rostro. La llama de la bombilla fluorescente intentaba rasguñar la cara de Amalia en una suerte de vórtice celestial, sin embargo el libro de Platón no lo permitía. Aparentaba haber terminado de estudiar. Era una muy buena alumna, atenta y eficiente. Buenas notas, al igual que todos mis compañeros. De repente, sentí un intenso desprecio hacia su habilidad de estudiar, leer, y cuidar su suave cabellera. Intenté dejar de mirarla, olerla, acariciarla y luego de unos momentos pude.
¿Acaso mis otros compañeros no escucharon el chispazo que hicieron las tijeras al cortar el cabello de Amalia? ¿Acaso Amalia no sintió como su vida se desgarraba de su cuero cabelludo? Aparentemente no había sido tan obvio o sonoro el accionar de las tijeras, así que decidí revisar a mis otros dos compañeros. Primero estaba Eduardo, otro excelente alumno de la facultad a quién los profesores conocían profundamente. Tenía varios títulos y su juventud lo agraciaba en su totalidad. Pensé revisarle las piernas en busca de vellos dignos de hombría adulta, pero creí que eso hubiese sido algo vulgar. Sus ojos estaban ligeramente abiertos ante la lámpara de bajo consumo que adornaba mi gran escritorio. No se despertó. Su perfectamente proporcionado y preservado rostro admitía unas hondas lastimaduras que no parecían tener ánimos de formar coágulos y sanar. Tomé las tijeras que había usado para cortar el cabello de Amalia, y tajé el cuero que recubría su cara. Si su cuerpo tendría alma alguna, seguramente habría llorado y escapado. No parecía tenerla, pues si yo hubiese visto alma alguna volar, de seguro la hubiese atrapado, capturado, esclavizado y asesinado. Nada debía escapar de aquí. Eduardo no sintió ni frío ni calor del oxidado metal de esas antiguas tijeras que rondaban por mi casa cortando paquetes de galletas, artículos de diarios y deshaciendo hilos que mis remeras dejaban en el camino. Las gotas de sangre que su organismo escupió fueron deslizándose velozmente como un chasquido de dedos hacia la palabra “Justicia” que se encontraba en la página abierta en la cual Eduardo se imponía. Su cuerpo descansaba cuando me dirigí a mi último compañero. Ignacio era el más grande de nosotros. Sus padres poseían una cadena de supermercados que seguramente, su hijo heredaría en algún momento haciendo que su fortuna sea aún más grande. Unos robustos y argénteos anillos envolvían impecablemente cada uno de sus dedos, mientras que sus pechos, pezones y abdomen estaban acariciados por el abusivo manoseo de una camisa de seda iraní y su ombligo estaba escondido hacia su estómago enfrentándose al mío, que, vomitivo y despreciable como era, se encontraba respirando la brisa de los vientos otoñales de mayo. ¿Por qué el residuo de su cordón umbilical puede decidir no respirar esa seca brisa del viento otoñal y yo no puedo? Tomé mi tijera y destrocé cada uno de esos botones para exponer al mundo la maldita arquitectura humana que sus padres crearon y retiré, con un impulsivo tajazo, el ombligo hacia afuera. ¡Apuesto a que su belleza monetaria y su vergonzoso estómago no se comparan, ahora, con la pobreza de mi bolsillo y con el poco verecundo ombligo de mi ser! ¡De seguro la parábola en la que el rostro de Eduardo viajaba, no podía alcanzar a darle una mano de ayuda al mío! ¡Aseguro que no hay corte de cabello que pueda asimilar la perfección que Amalia posee en sus cuerdas capilares! Es así como sus vidas, significantes y exponenciales hicieron que la mía ni siquiera se encuentre subterránea o subcutánea. Si fuese de esas dos formas, aunque sea viviría debajo de la vida de otros, pero en este mundo solo existo bajo el zapato de otros. ¿Quién sabe cuanto más conocimiento para el examen tienen ellos? ¿Quién sabe cuanto más podrían haber tenido si yo los hubiese podido despertar? Pero no puedo dejar que el orden cósmico y universal tome su brillantez en el conocer académico de mis compañeros y permita que yo jamás pueda alcanzar una nota excelente. Simplemente, no puedo.
            Estas tijeras que cortaron cabello terso, rasgaron cuero humano de rostros y abdómenes y rompieron botones de plástico fundido, también mataron. Pues ya no es transpiración del arduo e incansable estudio la que gotea de sus frescas frentes sino que ahora es sangre. ¿Quién sabe si las gotas que yo escuchaba caer en el cerámico del baño no eran las mismas gotas de sangre que los cuerpos de mis compañeros exudan? ¿Cómo dejar que ellos den un examen mejor que yo? Y, ¿Qué hacer con los otros estudiantes que no atendieron a mi hogar para ayudarnos mutuamente? Por consiguiente, no es su sangre la que exudan. Es la sangre de la envidia. La sangre que se mezcla con la tierra. La tierra que le da vida a este dolor intenso que me lleva a cometer atrocidades en cambio de un poco de soledad, un poco de placer, un poco de ventaja. Son las ínfimas gotas del descanso y el alivio como así también los bestiales y repulsivos galones de plasma escarlata que la grosera envidia despoja de mí ser. Es esa envidia que me llevó a matar y a permitirme, de una buena vez por todas, quedarme suspendido en el escritorio, escuchar el goteo del baño, crujir nuevamente mi cuello y estudiar filosofía frente a los cadáveres de Amalia, Eduardo e Ignacio.     

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