No sé cuantos más podré, ni cuantos
fueron ya, hasta el día de hoy. Tal vez fueron diez mil como pueden haber sido
cuatro mil. Hoy es la quincuagésima vez que decido dejar de fumar, y espero que
sea la última. Quiero prometer que éste será mi último y quizás el más preciado
de los cigarrillos que fumaré. Los nervios bailan, drogados de frenesí, en mi
cuerpo. Los pulmones se quedan sin aire y se agotan. Y por más que desee hacer
otra actividad, como tal vez comer, practicar algún deporte, estoy seguro que
no encontraré ninguna ocupación que tome tanto tiempo de mi vida como el fumar.
Trabajé
por más de dos años en una oficina sin gastar un peso de lo que cobraba, y viví
en casa de mis padres a lo largo de ese tiempo. Aunque no estoy muy orgulloso
de estar viviendo con ellos a los treinta y cinco años, sigue siendo fabuloso.
Mientras que todo el dinero que ahorré en estos dos años fue guardado en una
caja de ahorro y me fueron dando unas pocas ganancias que sirvieron para pagar
unas vacaciones de un mes en unas playas lejanas de Costa Rica.
Hoy
me encuentro en el hotel, sentado en la cama, escribiendo en unas pocas hojas
de papel amarillento que llevé de casa. Seguro esas hojas se remontaban a la
época cuando mamá iba a la escuela todavía, de allí el color. Me había
propuesto, casualmente cincuenta veces, que escribiría un libro sobre cómo
dejar de fumar y que tan placentero podía ser dejarlo. El problema se
encontraba en que, tuve que intentar dejar de fumar por diecisiete años para
poder escribir el libro que nunca se escribió. Me imaginé que podía ser algo
interesante y a la vez, retrospectivo de todos los años que sufrí discutiendo
con mis padres sobre el pucho.
Escribo unas palabras, y duermo una siesta; me levanto y veo esas hojas de
papel sobre mi pecho desnudo en la cama para uno. Obviamente, nadie en Costa
Rica estaba tan loco como para pagar un hotel y encima ir sólo a él.
Esta
siesta que recién tomé fue mejor que la anterior. Duró dos horas
aproximadamente. Me desperté y me levanté, las hojas cayeron en la cama y una
de ellas se deslizó por el borde entre el colchón y la pared pintada de un
color claro como la piel de una cebolla rosada que, francamente, asqueaba. No
estaba del todo despabilado como para ir por ella. Caminé descalzo, sobre la
alfombra mullida, hasta el espejo de un metro y medio que se posaba sobre la
pared frente a mí. Me miré en él. Las ojeras que colgaban de mis ojos me
recordaban a mis amigos cuando hacían bungee-jumping
en las alturas. Esto se debía a que había dejado de fumar y no a que había
fumado por diecisiete años, pensé, pero me reí, pues ni yo podía creer en tal
absurdo pensamiento. Todo se debía a esos cigarros, a esos harapientos y
andrajosos cigarros… a esos placenteros cigarros y ese exorbitante como impresionante
gusto a nicotina, que excitaba mis papilas gustativas diariamente. Fui al baño
y me lavé la cara. Volví a la cama y busqué esa hoja que se encontraba en el
piso, debajo de ella. Miré los renglones e imaginé que eran varios puchos apilados en líneas grisáceas,
delimitados por la tinta azul. No escribí nada.
Sufro todos los días. Esta condenada
promesa que hice de escribir sobre el dolor más intenso de dejar de fumar me
jeringa día a día. ¿A quién engaño? Pasaron dos días desde que estoy en Costa
Rica y lo único que quiero es fumar uno. Sentir esa almohadilla entre mis
resecos y rojizos labios, e intentar no mojar el cigarrillo de saliva es lo que
más anhelo. Dos días encerrado aquí dentro. Podría salir a la playa. Voy a
salir a la playa.
Volví
de la playa, tomé dos shots de vodka
y no me embriagué, pues yo creí que mi resistencia alcohólica era parecida a la
de un niño de doce años. Vi una mujer en la playa que encantó mis ojos. Era la
suma de todos los colores primarios y de todos los colores del mundo, pero que
no se convertían en un marrón oscuro, como la profesora de jardín de infantes
había explicado, ni en un alma deshecha, sino que se mezclaban y emergían en un
nuevo color: uno que contenía todo lo bueno de todos los colores. No recuerdo
sus ojos, no recuerdo su cabello, no recuerdo el color de su bikini, ni el de
sus sandalias, ni el de su bolso. Solo se que ella estaba allí, y yo también.
Ya
van tres días que no fumo. Quiero salir de este hotel y descubrir el mundo. Tengo
miedo de salir y encontrar un kiosco o un vendedor con cigarrillos, o alguien
fumando. Estoy aterrado de ver otras personas fumando y que esto pueda
inducirme a fumar nuevamente. Quiero dejar este peso, quiero dejar de inspirar
e espirar un aire con restos de humo. Quiero toser porque me atraganté comiendo
rápido y no porque caminé dos cuadras y el oxígeno es insuficiente en mis
pulmones. ¡Qué lo parió! ¡No aguanto más! Voy a salir de este ruin y detestable
hotel.
La
vi de nuevo. Y esta vez sí recuerdo el color de su cabello, y el de sus
sandalias, y el de su bikini, y el de sus uñas, y el extenso de sus pestañas,
como el color dentro del fondo de color que tenían sus ojos. Recuerdo su bolso
de playa, que honestamente, podría llevar ladrillos allí dentro. Recuerdo el
lugar donde están las marcas en forma recta que el sol y sus anteriores bikinis
dejaron cuando, de seguro, se acostó a tomar sol. Pero nada de esto cambia que
quiera seguir fumando un cigarrillo.
Sigo
quejándome, pero de alguna forma ya llegué a los seis días. Mañana será una
semana. Mañana es sábado.
Hoy
saldré de noche. Iré a un boliche muy conocido, donde la gente baila salsa y
música electrónica. Según el muchacho que me ayudó a subir el bolso a mi
habitación el primer día, el lugar es muy famoso. Él también fuma, y es que lo
he visto en la parte trasera del edificio del hotel fumando con sus compañeros.
Es tan sólo un muchacho, y me recuerda a mí cuando empecé con esta mugrosa
basura. Yo solo quería que esa chica me mirara, quería sentirme grande, quería
sentirme importante, y ahora me siento pequeño, enfermo, débil e ínfimo. No
conseguí que me mirara, pero sí conseguí un vicio. Recordar la adolescencia es
el peor daño que puedo hacerle a mi alma.
Bailé
con todo el mundo. Bailé con mujeres, y hasta con un hombre o eso creo que era.
No me importó, solo quería divertirme. Solo quería bailar. Solo quería
olvidarme de ese rollito de papel con nicotina y tabaco. Y así lo hice, me
olvidé de él, y la conocí a ella. Así es, conocí a la mujer que había estado
viendo en la playa. Su nombre era Ignacia. Su imagen era espeluznante, pero no
de miedo, sino de alegría, pues ella me dejó pasmado. Su cabello era rizado con
puntas negras y doradas, era costarricense. Su tonada me hizo sonreír más de
una vez y ella se dio cuenta, pero no se enojó sino que se rió de la mía y me
preguntó qué se sentía. A mí no me importó en lo más mínimo. A ella tampoco.
Escribió su número de teléfono en un papel que me había servido de apoya vasos,
minutos antes, para mi bebida y yo lo guardé en algún lugar del pantalón. El
color de su piel se asemejaba a la de un cedro, intenso y salvaje, mientras que
sus blancos y bien lavados dientes contrastaban el dibujo de su rostro. ¡Qué
bello rostro! Llevaba puesto un vestido ligero de diversos motivos que
dispersaban las miradas del lugar y las atrapaba en un solo instante, en un
solo momento y las dirigían directamente a sus curvas irracionales, erróneas,
espectacularmente sensuales y humanas, dignas de una mujer latina. Le invité
unos tragos, pero me dijo que no bebía alcohol, ni que tampoco fumaba. Tal vez
fue una señal, pues no lo sé, ni tampoco me importó. Bailé con ella y tomamos
una gaseosa en la barra. Supongo que se divirtió, porque sus dientes salieron a
modelar sobre sus fibrosas y musculosas encías con mucho agrado y sin miedo
varias veces. Su mirada estaba postrada en la mía, y sus rodillas, mientras
estaba sentada, disparaban a las mías como el cañón de un cazador forma una
línea recta hacía el núcleo de su presa. ¿Era yo su presa o era ella la mía?
Volví
a las seis de la mañana y el muchacho del hotel estaba ahí afuera fumando. Le
dije que hay cosas más bellas en el mundo que un humo gris y un mal aliento
ahuyentador de bestias femeninas. El chico sonrió y tiró el pucho. Lo pisó y se apagó.
Una
semana y media pasó ya. No fumo hace una semana y media, y hoy iré a bailar
nuevamente. Ya me vestí, ya me perfumé el cuerpo, como indican los maestros:
sobre las grandes arterias para que el espesor de la esencia se esparza sobre
mí. Pero hoy no bailaré con mujeres, ni con hombres. Hoy bailaré con ella. Está
aquí al lado mío, arreglando esos discrepantes rulos, mientras yo escribo y
borro, escribo y borro, escribo, repito y borro en este pedazo de papel. Me
equivoco una y otra vez porque esta dulce mujer está semidesnuda mirándose al
espejo y yo me distraigo, una y otra vez. El cigarrillo está lejos de mí, y
allí se quedará.
Puedo
ir a bailar, volver y seguir estando con ella, y nada cambiará. Yo seguiré
siendo el mismo, y ella seguirá siendo quién es. No la conozco más que conozco
su nombre: Ignacia.
Un
día más, y sigo contando. Esto se está poniendo divertido. Dejar de fumar fue,
definitivamente y lejos, lo mejor que he dejado de hacer en mi vida o lo mejor
que he hecho en mi vida. La peor decisión fue empezar. Hoy miro para atrás y veo
una obsesión y una adicción. Una locura, una demencia. Mi avión saldrá en unas
horas, y volveré a casa sabiendo que no fumaré más.
Y
hoy: no se cuanto más podré, ni cuantas veces habrán sido ya hasta el día de
hoy. Tal vez fueron diez mil, como pueden haber sido cuatro mil. Hoy es la
quincuagésima vez que sólo le quiero dar un beso y termino haciéndole el amor.
Quiero prometer que ésta será la última vez que lo hagamos, y la más preciada
vez que lo haga. Los nervios bailan, drogados de frenesí, en mi cuerpo. Los
pulmones se quedan sin aire y se agotan. Y por más que desee dejar de acariciarla,
como mirar las marcas de sus anteriores bikinis con el fuerte sol dejando sus
huellas en ella, estoy seguro que no encontraré otra ocupación que tome tanto
tiempo de mi vida como el amor.
Nicolás
D’Andrade
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