Tal vez el viaje no era tan productivo, pero lo fue cuando conocí a un
hombre tan maravilloso, tan lleno de historias y tan apasionado.
Era un día horrible, y a
mí me encantaban esos momentos. Estaba lloviendo desde hacía tres horas. Así
que decidí irme con mucha precaución a la plaza. La meta era tomar un aperitivo
y descansar.
Habré tardado quince
minutos desde mi casa hasta allí, la lluvia había parado y me senté tratando de
no mojarme. Cuando llegué abrí mi vianda. Rápidamente comencé a sacar una
manzana reluciente, un fresco jugo de naranja y un sándwich de jamón y queso. Le
saqué el envoltorio de plástico al emparedado y le di un mordisco. Me sentí
vigilado.
Había un hombre detrás de
un árbol. Este tenía una larga barba sucia y blanca, unos ojos que casi no se
le veían y un saco militar. No era la más agradable persona que había visto
superficialmente, así que me alejé y me fui acercando a la fuente.
En el momento que me
levanté, el hombre entendió que yo lo había visto y pensó que me atemoricé de
él. Pero éste me dijo que me tranquilice, que no me iba a hacer daño, pero que
le hiciera un favor. Yo escuché perfectamente, pero seguía teniendo miedo, y
casi sin mirar para atrás, me interesó lo que podía decir y le pregunté cuál
era el favor que necesitaba.
Él hombre se acercó y me
pidió que le escuchara. Yo me di vuelta y accedí a escucharlo. Este me tomó del
hombro y comenzó a hablar. Para mí era una locura y no entendía que estaba
haciendo. Me senté con él en su parte del árbol, y en un hueco del tronco había
un envoltorio de tela. No sabía que estaba tapando con eso, pero ya me tenía
una gran intriga por lo que me iba a contar y lo que iba a escuchar, que me
quedé.
Ernesto me dijo que se
llamaba. Un hombre muy triste con tan poca vida en su expresión, pero pensé que
era por la simple razón de que era un vagabundo. Yo me reservé el nombre, y él
entendió por qué. Comenzó a calmarme, porque me vio petrificado. Cada vez
estaba más y más seguro con esto, pero no dejaba de ser extraño. Dejé de pensar
por unos minutos y escuché al vagabundo, atentamente.
Había estado en la guerra
de Malvinas, perteneció al servicio militar. Año mil novecientos ochenta y dos,
me dijo que era. Un momento muy difícil para el país, el gobierno era de facto,
Galtieri era el presidente. Nadie podía hablar mal del gobierno; gente
desaparecía, el año no era nada fácil para el pueblo.
Como las Malvinas estaban
siendo ocupadas por los ingleses, el presidente desató una guerra en contra de una
de las potencias mundiales. Era prácticamente un acto suicida. Mucha gente
estaba haciendo la carrera militar, otros estaban en la colimba y habían sido
llamados, porque no había suficiente gente para combatir a Inglaterra.
Yo lo veía a Ernesto, y
me sentía muy triste. Pensaba a cada minuto que yo tenía dieciocho años, y que
en ese momento yo habría estado en la guerra. Ahí recordé que mi padre no
combatió en ella por pura suerte, sólo porque tenía un número bajo.
El hombre siguió contando
que habían llegado en barco hasta allí, y que hacía muchísimo frío. Las armas
se congelaban y mucha gente moría de hipotermia, la mayoría era gente más joven
que yo.
El miedo se sentía en el
aire. Noches sin dormir, cansancio llegando a los cuerpos de los argentinos.
Ernesto me explicó que todas las veces que estaban bajo fuego, trataban de
rezar, pero nunca de rendirse. Era un momento de demasiado temor, ya que nunca
habíamos estado en guerra.
Los ingleses no tenían
piedad, era la guerra, no había compasión. Ellos tenían armas mucho más
sofisticadas, con detectores de calor y la tecnología a su servicio.
Repentinamente sentí que
me estaba contando una historia, estábamos volviendo en el tiempo, era un viaje
al pasado. La forma en la que contaba los hechos, era con una gran pasión.
El hombre cambió de tema
y me explicó por qué estaba allí, pidiendo limosna a cada persona que pasaba
por ahí, con un envoltorio de tela. Lo que le había sucedido era muy trágico.
Él estaba casado con una mujer muy hermosa, y tenía un hijo. Su esposa lo dejó,
ya que cuando él se embriagaba, solía pegarle. Ella de tanto maltrato que
recibía lo dejó con nada, le pidió el divorcio, y hace más de quince años que
no la ve. Me contó que vio al hijo hace unos pocos años, pero no lo reconoció a
su padre.
Para lo que yo veía en
él, había cambiado. No parecía alcohólico, sino un sabio, un intelectual, un
héroe.
Ernesto tomó el paquete
de tela y me mostró lo que tenía. Era un pedazo de paño con unas cuantas
medallas militares, cubriendo una petaca. Obviamente, no había cambiado en
nada.
Él continuó con su
historia, con su viaje. Aparentemente, el vagabundo y sus compañeros,
escuchaban la radio en todo minuto libre que tenían en las islas, pero me dijo
que no imaginaba las cosas que se escuchaban. Muchas eran noticias de lo que la
gente hacía para los que estaban en las Malvinas. Como enviar chocolates con
cartas, etc. Y entre estas había noticias, las cuales eran muy vagas del Mundial
de Fútbol en España.
Lo comprendía
absolutamente al viejo, era tan explícito al contar todo eso. Pero me intrigó
una sola cosa, la cual le pregunté. ¿Por qué me había elegido a mí el viejo?,
es decir, hay por lo menos treinta personas en toda la plaza, ¿por qué a mi? Y
luego me lo contestó.
Mi cara, mi edad, mi manera
de ver la plaza, era de la misma forma que lo hacía su hijo. Eso me entristeció
mucho. La vida le estaba dando una venganza, era como que Ernesto debía pagar
por algo.
Él llegó a la parte en la
cual terminó la guerra. Me contó que estaban escuchando la radio y se dijo que
el pontífice, Juan Pablo II, había venido a la Argentina a reunirse con
Galtieri.
No cesó el fuego hasta el
día catorce de junio, pero esos últimos días fueron decisivos, y muy fuertes
para los combatientes. Uno de sus compañeros de pelotón, Santiago Agüero, le
pidió un favor muy difícil. Le pidió que le disparara. En ese momento, mi
corazón se paralizó. Aunque ya habían pasado más de quince años, me parecía
algo muy frío para realizar. Pero me impactó mucho más lo que el hombre le dijo.
La mente es algo muy frágil, que se puede descontrolar en cualquier momento… y así
fue que Ernesto tomó su arma y le disparó a su compañero.
De mis ojos cayeron
lágrimas, mi miedo por el hombre había desaparecido, ya no le tenía miedo a él
sino a cualquier persona que me conociera y me viera allí con un vagabundo.
Pero, de pronto entendí por qué la vida lo estaba atacando tanto, porque le
faltaba ese pedazo de alma, ese toque de alegría. No por ser un vagabundo, sino
por haber matado a un hombre. Yo podía ver su arrepentimiento, su gran pudor,
su vida desarmándose en una simple historia. Entendí, desde luego, por qué
necesitaba hablar con alguien. Pero no lo tomé como un favor, sino como un
agradecimiento.
El jugo de naranja se
había calentado, y mi manzana ya no era tan brillante como antes. Pero levanté
mi cabeza y lo miré. Le agradecí por su bello cuento, le agradecí por llevarme
en el viaje más oscuro de la historia, por el tiempo no perdido, pero sobre
todo, por dejarme escuchar sus llantos de dolor. No podía parar de agradecerle,
yo no era la misma persona que era cuando vine a la plaza. Me había convertido
en la persona más rica sentimentalmente.
Me levanté del pasto,
tomé el sándwich de jamón y queso que me había preparado cuando vine, y se lo
entregué. El hombre no dijo nada y me regaló sus medallas. Yo sentía que no las podía aceptar. Pero me hizo entender
que con el solo hecho de escucharme, le salvé la vida.
De esta forma, justo antes
de que yo me pudiera ir, el hombre me dijo que nunca voy a sentir tal miedo
como el de estar en una guerra; que nunca voy a sentir lo que el sintió.
Ahora cada vez que paso
por esa plaza trato de buscar a Ernesto, pero no lo encuentro. Desapareció. Y
yo… espero, ansío y anhelo que haya encontrado un poco de paz.
Fin.
Robinson Hernández. (Cypruska) Nicolás
D’Andrade
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