viernes, 8 de febrero de 2013

Con solo escuchar un viaje al pasado (2005)


Tal vez el viaje no era tan productivo, pero lo fue cuando conocí a un hombre tan maravilloso, tan lleno de historias y tan apasionado.
          Era un día horrible, y a mí me encantaban esos momentos. Estaba lloviendo desde hacía tres horas. Así que decidí irme con mucha precaución a la plaza. La meta era tomar un aperitivo y descansar.
          Habré tardado quince minutos desde mi casa hasta allí, la lluvia había parado y me senté tratando de no mojarme. Cuando llegué abrí mi vianda. Rápidamente comencé a sacar una manzana reluciente, un fresco jugo de naranja y un sándwich de jamón y queso. Le saqué el envoltorio de plástico al emparedado y le di un mordisco. Me sentí vigilado.
          Había un hombre detrás de un árbol. Este tenía una larga barba sucia y blanca, unos ojos que casi no se le veían y un saco militar. No era la más agradable persona que había visto superficialmente, así que me alejé y me fui acercando a la fuente.
          En el momento que me levanté, el hombre entendió que yo lo había visto y pensó que me atemoricé de él. Pero éste me dijo que me tranquilice, que no me iba a hacer daño, pero que le hiciera un favor. Yo escuché perfectamente, pero seguía teniendo miedo, y casi sin mirar para atrás, me interesó lo que podía decir y le pregunté cuál era el favor que necesitaba.
          Él hombre se acercó y me pidió que le escuchara. Yo me di vuelta y accedí a escucharlo. Este me tomó del hombro y comenzó a hablar. Para mí era una locura y no entendía que estaba haciendo. Me senté con él en su parte del árbol, y en un hueco del tronco había un envoltorio de tela. No sabía que estaba tapando con eso, pero ya me tenía una gran intriga por lo que me iba a contar y lo que iba a escuchar, que me quedé.
          Ernesto me dijo que se llamaba. Un hombre muy triste con tan poca vida en su expresión, pero pensé que era por la simple razón de que era un vagabundo. Yo me reservé el nombre, y él entendió por qué. Comenzó a calmarme, porque me vio petrificado. Cada vez estaba más y más seguro con esto, pero no dejaba de ser extraño. Dejé de pensar por unos minutos y escuché al vagabundo, atentamente.
          Había estado en la guerra de Malvinas, perteneció al servicio militar. Año mil novecientos ochenta y dos, me dijo que era. Un momento muy difícil para el país, el gobierno era de facto, Galtieri era el presidente. Nadie podía hablar mal del gobierno; gente desaparecía, el año no era nada fácil para el pueblo.
          Como las Malvinas estaban siendo ocupadas por los ingleses, el presidente desató una guerra en contra de una de las potencias mundiales. Era prácticamente un acto suicida. Mucha gente estaba haciendo la carrera militar, otros estaban en la colimba y habían sido llamados, porque no había suficiente gente para combatir a Inglaterra.
          Yo lo veía a Ernesto, y me sentía muy triste. Pensaba a cada minuto que yo tenía dieciocho años, y que en ese momento yo habría estado en la guerra. Ahí recordé que mi padre no combatió en ella por pura suerte, sólo porque tenía un número bajo.
          El hombre siguió contando que habían llegado en barco hasta allí, y que hacía muchísimo frío. Las armas se congelaban y mucha gente moría de hipotermia, la mayoría era gente más joven que yo.
          El miedo se sentía en el aire. Noches sin dormir, cansancio llegando a los cuerpos de los argentinos. Ernesto me explicó que todas las veces que estaban bajo fuego, trataban de rezar, pero nunca de rendirse. Era un momento de demasiado temor, ya que nunca habíamos estado en guerra.
          Los ingleses no tenían piedad, era la guerra, no había compasión. Ellos tenían armas mucho más sofisticadas, con detectores de calor y la tecnología a su servicio.
          Repentinamente sentí que me estaba contando una historia, estábamos volviendo en el tiempo, era un viaje al pasado. La forma en la que contaba los hechos, era con una gran pasión.
          El hombre cambió de tema y me explicó por qué estaba allí, pidiendo limosna a cada persona que pasaba por ahí, con un envoltorio de tela. Lo que le había sucedido era muy trágico. Él estaba casado con una mujer muy hermosa, y tenía un hijo. Su esposa lo dejó, ya que cuando él se embriagaba, solía pegarle. Ella de tanto maltrato que recibía lo dejó con nada, le pidió el divorcio, y hace más de quince años que no la ve. Me contó que vio al hijo hace unos pocos años, pero no lo reconoció a su padre.
          Para lo que yo veía en él, había cambiado. No parecía alcohólico, sino un sabio, un intelectual, un héroe.
          Ernesto tomó el paquete de tela y me mostró lo que tenía. Era un pedazo de paño con unas cuantas medallas militares, cubriendo una petaca. Obviamente, no había cambiado en nada.
          Él continuó con su historia, con su viaje. Aparentemente, el vagabundo y sus compañeros, escuchaban la radio en todo minuto libre que tenían en las islas, pero me dijo que no imaginaba las cosas que se escuchaban. Muchas eran noticias de lo que la gente hacía para los que estaban en las Malvinas. Como enviar chocolates con cartas, etc. Y entre estas había noticias, las cuales eran muy vagas del Mundial de Fútbol en España.
          Lo comprendía absolutamente al viejo, era tan explícito al contar todo eso. Pero me intrigó una sola cosa, la cual le pregunté. ¿Por qué me había elegido a mí el viejo?, es decir, hay por lo menos treinta personas en toda la plaza, ¿por qué a mi? Y luego me lo contestó.
          Mi cara, mi edad, mi manera de ver la plaza, era de la misma forma que lo hacía su hijo. Eso me entristeció mucho. La vida le estaba dando una venganza, era como que Ernesto debía pagar por algo.
          Él llegó a la parte en la cual terminó la guerra. Me contó que estaban escuchando la radio y se dijo que el pontífice, Juan Pablo II, había venido a la Argentina a reunirse con Galtieri.
          No cesó el fuego hasta el día catorce de junio, pero esos últimos días fueron decisivos, y muy fuertes para los combatientes. Uno de sus compañeros de pelotón, Santiago Agüero, le pidió un favor muy difícil. Le pidió que le disparara. En ese momento, mi corazón se paralizó. Aunque ya habían pasado más de quince años, me parecía algo muy frío para realizar. Pero me impactó mucho más lo que el hombre le dijo. La mente es algo muy frágil, que se puede descontrolar en cualquier momento… y así fue que Ernesto tomó su arma y le disparó a su compañero.
          De mis ojos cayeron lágrimas, mi miedo por el hombre había desaparecido, ya no le tenía miedo a él sino a cualquier persona que me conociera y me viera allí con un vagabundo. Pero, de pronto entendí por qué la vida lo estaba atacando tanto, porque le faltaba ese pedazo de alma, ese toque de alegría. No por ser un vagabundo, sino por haber matado a un hombre. Yo podía ver su arrepentimiento, su gran pudor, su vida desarmándose en una simple historia. Entendí, desde luego, por qué necesitaba hablar con alguien. Pero no lo tomé como un favor, sino como un agradecimiento.
          El jugo de naranja se había calentado, y mi manzana ya no era tan brillante como antes. Pero levanté mi cabeza y lo miré. Le agradecí por su bello cuento, le agradecí por llevarme en el viaje más oscuro de la historia, por el tiempo no perdido, pero sobre todo, por dejarme escuchar sus llantos de dolor. No podía parar de agradecerle, yo no era la misma persona que era cuando vine a la plaza. Me había convertido en la persona más rica sentimentalmente.
          Me levanté del pasto, tomé el sándwich de jamón y queso que me había preparado cuando vine, y se lo entregué. El hombre no dijo nada y me regaló sus medallas. Yo sentía que  no las podía aceptar. Pero me hizo entender que con el solo hecho de escucharme, le salvé la vida.
          De esta forma, justo antes de que yo me pudiera ir, el hombre me dijo que nunca voy a sentir tal miedo como el de estar en una guerra; que nunca voy a sentir lo que el sintió.
          Ahora cada vez que paso por esa plaza trato de buscar a Ernesto, pero no lo encuentro. Desapareció. Y yo… espero, ansío y anhelo que haya encontrado un poco de paz. 

Fin.

 Robinson Hernández. (Cypruska) Nicolás D’Andrade

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