viernes, 8 de febrero de 2013

The Corriente's Bar Club.

"El día que me quieras
Endulzará sus cuerdas
El pájaro cantor.
Florecerá la vida
No existirá el dolor."

Así, Carlos Gardel suena en cada uno de los rincones, de los bares, de la sombra que ocupa a Buenos Aires y la calle Corrientes, radiante y luminosa como pocas ciudades en el mundo. Ese brillo, esa luz de los grandes aupiciantes que contrastan dinero con la total pobreza y abandono de personas que se establecen por toda la 9 de Julio, la avenida más ancha del mundo. En ella, corren historias, relatos que embellecen la ciudad. En una de todas ellas, estamos nosotros. Entre la tragedia y la comedia me enamoraste, me dejaste entrar a siglos pasados, dramas familiares y hasta historias ya conocidas por todos, pero vividas como nadie. El teatro que lleva el nombre del Libertador, San Martín, me abruma con sus colores, su vida y su aspecto, me invita a escuchar relatos de todo tipo. Sobre la calle más importante de Buenos Aires, las inmensas marquesinas seducen a los espectadores indecisos que orbitan por ahí. Allí, en Clásica y moderna me decías que te atraía un tipo buen mozo e intelectual, que podría recitar la Odisea sin ni siquiera, suspirar. Yo dije: "Bueno, hombre, tal vez unas copas pueda hacer que sea García Márquez ". Así de iluso, me sometí a tus torturas y comenzamos a beber, a envainar tus caricias con las mías y a jugar que eramos algo, a inventar que en este preciso momento, en el pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, eramos dos almas solitarias que se juntaban para no salir jamás. Entre un poco de mi amiga Stella y mi inimaginable chamuyo argentino, te engatuse, entre viejas historias de farras que nunca tuve, malandras que nunca me garparon un sueldo, y una pebeta, una gringa que me endulzaba el corazón. A carcajadas, recitando a mi amigo Carlos, gané unos espacios y varias sonrisas, y me trasladé a Marruecos, confesando que carezco de convicciones, que yo voy con el viento. Todo el bar se tiño de dos colores, comenzó a vibrar As Time Goes By y tú seguías tan dulce, que, me cambiabas un penique por mis pensamientos. Y yo seguía sin comprender, así que me endurecí cuando sacaba mi puro.
-No olvide que le estoy apuntando derecho al corazón.
-Es mi punto menos vulnerable, te respondí. 
-Creo que bajo su apariencia de hombre cínico, es usted un sentimental, dijiste.
Y de nuevo, perdí el rumbo de la realidad y el tiempo por un segundo. De todos los bares del mundo, justo tenía que entrar a este. Por un segundo, Rick Blaine entró a ese bar, tomo una copa y se sentó a mi lado, diciendome algo al oído.
-El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos, solté, con un tono bajo, pero firme.
Me miraste, primero a mis ojos y luego a mi boca, dejando caer sobre nuestra ropa y mi mejilla "Bésame, bésame como si fuese la última vez."
Al salir de aquel bar, solo para tomar un poco de aire que me haga vivir aunque sea unos minutos más, una sonrisa dibuja mi rostro por que, de nuevo, la calle Corrientes me hizo caer en sus tretas. Pensé que era alguien, creí que tu eras de verdad y el amor también. Una pareja se paró a mirar la entrada para deducir que es lo el bar les ofrece, y me preguntaron cual es mi opinión. Con un gesto de aprobación moviendo la cabeza, entiendieron y decidieron entrar, preguntandome antes de que nacionalidad soy, por la duda de que no expresé palabra.
  —Soy borracho, respondí, y entre asombro y risas finalmente entraron.

Que joven es la vida y que viejo soy para morir ahora, tonto, triste, caminando entre la bruma de que alguna vez fui Rick Blane y tu Ilsa Lund, de que esta vez decidas quedarte conmigo y no subir a ese avión. De utilizar mi mano derecha para acariciarte la frente y correrte el pelo, mientras que la otra sostiene tu mejilla, escuchando el decir " siempre nos quedará París".
Iluso, solo el obelisco, con las pocas almas que todavía se siguen sumergiendo por ahí, quedan ahora en pie. Solo, solo tu y yo, Buenos Aires.

Murmullos de agua dulce.

No sé en que parte del relato, del camino, desvié mi visión, mis pensamientos y mi percepción. No recuerdo lo que es pensar en algo que no esté prehecho. No sé en que momento olvidé lo que sentía sentirse vivo, vivo por el hecho de sentir. En humedecerme con una diluida lluvia o ahogarme en un bar de melancolía. Será aquél bar, aquella tarde donde tu mano partía, se despedía y abandonaba una, una vez más mi cuerpo. Que otra vez caía, me golpea. Me abandonaba en el medio de Puerto Madero, entre el agua y las luces de la ciudad. Minutos antes, en el puente de la mujer, retrataba esa cálida imagen que siempre llevaré impregnada para toda mi vida. Reírnos al chocarnos borrachos, provocado el imparto por la falsa marea en la fragata Sarmiento mientras se sacudía la puerta de un viejo camarote. Ni mil lenguas de agua summarina puede quitarme el fervor que siento yo aquí. Asomada en la proa, iluminada por diminutas luces que reflejan en las cuerdas del barco la luna, te escucho hablar, pero, al mismo tiempo, te re descubro, me pierdo y me desvanezco a envolverme en esos dulces ojos negros. Se bajan las luces, se detiene la gente y el aire corta como una navaja. Me cuesta la respiración y la transpiración me brota por todo el cuerpo. Posiblemente esté muriendo por un caro cardíaco, o tal vez solo duró un momento. Desprestigiando al noble caballero del medioevo, dejé de escucharte inconscientemente para caer en los abismos de tu esencia. Sepa disculpar Mademoiselle pero no tuve otra oportunidad frente a tal pintura. ¿Donde quedaron esos momentos, esos instantes intensos, impulsivos, dolorosos, eternos, en que solo me matabas de esa forma? Solo moría a costa y por decisión tuya, solo moría, y volvía a morir por tí. Ahora, transito las mismas calles, las mismas personas que no conosco me vuelven a saludar y, aunque no me hablan, preguntan por tí, por lo que pasó y lo que ah ocurrido. Estos paisajes preguntan por tí y mis recuerdos también. A través de Celeris, veo por las ventanas la universidad donde juramos que nunca estudiariamos y que también nos bendijo con la sombra de Puerto Madero de amor eterno, me subía a un bloque de cemento y jugaba con un gran amigo al ser publicista de una empresa que tendría al mundo en su mano, como ahora mismo lo hacen tantas. Allí, cerca de los grandes estacionamientos, me irradia la piel el grandioso Luna Park, titán del rock que explotaba nuestras gargantas en gritos de rebeldía, como también nos susurraba canciones al oído. Así, tirado, con el papel que un día escribimos sin vernos la cara pero si el corazón, terminó el último cigarro que me congela un poco más, en un banco en pleno Puerto Madero. Como aquellos momentos que tanto reclamo, que tanto ansío, el viento se lleva las promesas, las canciones, los recitales melódicos en un automovil y mi alma.

Salmo 69 - Relectura (2012)


Desdichas no respondidas,    
Palabras sin oración.
Algarabías leales,
Sin ayuda, desazón.

Estoy aquí, pero no estás.
Creo y no te veo.
Murmuras, no vociferas.
Me siento un extranjero.

Pido para mi enemigo,
Descargas con castigo.
No, no los envíes a mí.
No los envíes a mí.

Carente del duro vigor,
Limosna pide mi voz.
Truculento desconsuelo
 Azota sin tu óbolo.

Necesito escucharte
Sin curvas ni denuestos.
 Ese silencio prohíbe
La resolución dentro.


Laberintos mentales (2010)


Duermo con dolor. No descanso, solo intento dormir. Hoy trato de crear otro mundo fuera de aquí. Un bosque en donde me encuentro con todos mis compañeros de la infancia. Esos amigos con los que pude haber ido a ver el primer partido del Mundial. La primera mujer que besé y a la que le hice el amor: Elsa. El primer abrazo que sentí de un amigo luego de meter un gol en el potrero de la esquina de mi casa. El puré de papas que mi madre solía hacer antes que todo esto empezara. Pero volvía a despertar.
            Veo otra vez esas vigas de metal caliente. Seguro queman al tocarlas. No se porque pienso eso, pero de seguro lo hacen.
            Cierro los ojos, y pienso en un intensivo llamado a mi perra Dolly. Esa cachorra, raza golden retriever que sabía quien era yo antes de conocerme. La sacaba a pasear, ella corría y me arrastraba atrás. Luego soñaba que me chocaba en una mística alegría con mi padre: Héctor. La distancia con él nos silenciaba, y por más que tratara de hablar, el maldito sueño imaginativo de mi estúpida y pobre conciencia me lo impedía.
           
            No se nada. No se que buscan. No se que quieren de mí.
           
            Creo que es de día, aunque ya no puedo distinguirlo. Al principio la radio se escuchaba a lo lejos, pero ya estoy alucinando que los sonidos atentan en mis desgraciados oídos. Tal vez sea de noche… no lo sé. No lo sé.
            Quiero recordar la nota más alta que me saqué en el colegio. Era buen alumno pero, no me sacaba todo diez. Era difícil. Pero me acuerdo vívidamente de mi profesora de cuarto año. Era estricta, pues, así eran todas. Sus rizos color café parecían secos y duros como el alambre que sostiene estas torpes vigas. Si algún día salgo de aquí, prometo construirme una casa que no tenga vigas. No quiero volver a recordarlas.

            Escuché un grito hoy. Era de una mujer, me asusté y me desperté, aunque no pude abrir los ojos. Los tengo tapados. Parece como si tuviese conjuntivitis, pero en verdad es una tela. El cuerpo me tiembla, y los brazos los tengo estirados. Estoy atrapado. Me parece mejor volar a otra parte. Veamos… veamos. ¡Ah, sí! Camino por una calle cerca de la avenida Corrientes. Paso por los negocios y teatros. No, no. Mejor no. Ya no es tan fácil imaginar. Esta situación me quita hasta el optimismo que me caracteriza.

            Dormí pero no soñé. Aunque dicen que se sueña siempre. Debe ser que no lo recuerdo, pero si me esfuerzo, tal vez lo recuerde. Creo que se trataba de una casa. En ella se encontraba mi primo Eulalio. Me ofrecía una taza de café con un gusto extraño, ácido. Lo probaba y mis manos se transformaban, se convertían en diferentes formas. Primero en una pelota de fútbol, luego en un pincel, más tarde en una radio. La radio emitió un sonido. Otro grito más. Otro grito más me despertó y me cortó el sueño. Creo que me volví a dormir y ni siquiera me di cuenta. Volvía a soñar lo mismo.
            Ya no es como hace unos días. Antes podía memorizar los contornos de mis amigos, las líneas que bordeaban el mágnifico y sensual cuerpo de Elsa, o los enormes y tozudos brazos de mi padre, y el mullido y amarillento, casi blancuzco, puré de papas que mi madre hacía. Esto es obra del demonio. ¿Qué hago si ni siquiera puedo quedarme hipnotizado con mis propios laberintos mentales?

            Hoy se corrió mi venda. Esa tela oscura maldijo mi conciencia. La luz penetró con horror mis ojos. Me hizo acordar a las mañanas cuando iba al colegio. Quise llorar de emoción, pero no pude. ¡Siento que hay tantas cosas que ya no puedo hacer! ¡No puedo moverme, ni hablar, ni gritar, ni pensar; no puedo ver ni tocar!
            Quiero irme de aquí. ¿Será posible?
            Alguien vino más tarde y me puso la venda nuevamente. No fue nada dulce, es más, fue brusco y atolondrado. Ya no puedo ni siquiera imaginar mi imaginación. Este odioso, tétrico y perverso espacio me quitó lo más preciado: mis anhelos.
            Quiero… quiero algo, quiero esto, y quiero lo otro. Quiero volver a ver, quiero hacer todas esas cosas que me quitaron. Y ni siquiera se porque me las quitaron.
            ¡Por favor, alguien que me escuche!
            Me respondió el hondo y vacío silencio.

            Siento que alguien se acerca, me retira la venda y veo algo. Veo esas putas vigas de nuevo. Veo a un tipo, no se cómo describirlo. Son todos iguales creo. Ahora puedo imaginar otras nuevas cosas, las figuras y los reflejos que mi vista vislumbra, emocionan nuevamente mi subconsciente.
            Alguien me golpea. Me duele. Vuelvo a dormir con dolor. Pero tengo el regocijo de dormir con un sueño nuevo.
            Estoy siendo perseguido por un pulpo gigante. Violeta y casi marrón. Es malévolo, me quiere comer. Es una pesadilla, pero por lo menos es novedoso. De repente, giro mi cabeza y tengo una espada para combatirlo. La tomo y lo mato con ella. El sueño termina.
            Ya no veo a mis compañeros del colegio, ni de la cuadra de mi casa, no camino por la avenida Corrientes, ni abrazo a mi padre, ni hago el amor con Elsa, ni tampoco como ese exquisito puré de papas. Extraño a Elsa. Extraño a mi madre, a mi padre, a mis amigos. Todo mí alrededor está quieto, pero creo que lo peor de todo es que mi cabeza es la única que se mueve. Internamente, como siempre. Revolotean ideas y figuras maravillosas que ya no puedo plasmar en una hoja y en un papel. Ya no podré. Se que de aquí no saldré más. Por lo menos vivo.
            Me colocan la venda nuevamente, y esas vigas son las últimas fotografías visuales que focalizo. Mis ojos lloran y mi nariz me empieza a picar. Mis manos son incapaces de rascar. Me siento solo y con dolor. Lo único que recuerdo son esas vigas metálicas, negras azabache que azotan con atacarme. El lugar, pues creo que estoy en no se qué escuela de mecánica.
            Tengo miedo.

Gotas de una grosería (2011)


Mi frente estaba nadando sobre unas hojas desparramadas en el escritorio. Ya no quería estudiar más, pero necesitaba hacerlo. Si no lo hacía, mis compañeros restantes iban a aprobar delante de mí y eso era algo que no podía dejar que ocurriera. Seguramente me había quedado dormido unos minutos bajo las incontables páginas de filosofía, pero ni siquiera me fijé en el reloj de pulsera para contar los segundos que había perdido, ni tampoco para ver cuanto faltaba para presentarme en el examen, aunque pude escuchar los tenues palpitos de las finas agujas. No quise mover mi cuello, aunque pude divisar a mis compañeros de la misma forma que yo: con sus agotados y traspirados rostros sobre los libros. A lo lejos escuché, a través del pasillo de mi hogar, cómo las gotas de la canilla del baño caían y explotaban en el canoso como nevado cerámico y marcaban el tiempo. Caían al unísono con las agujas. Luego de unos momentos, conseguí la fuerza necesaria para enhestar mi espalda sobre el respaldo y desgarrar las lagañas de mis ojos con unos violentos sacudones de mis uñas. Mis pezuñas estaban muy largas. Tan largas que tenían residuos de tierra y sangre entre la carne y la uña, que en conjunto conformaban un tupido color ocre. Me detuve a mirarlas en detalle. Clausuré mi vista, parpadeé y creí que al abrirlos podría ver una imagen diferente. No hubo ningún escenario diferente. Crují mi cuello y miré a mis compañeros. Estaban descansando, supongo. No pude despertarlos. Me tomé esa oportunidad para robar, con una polvorienta tijera, un pequeño mechón del exquisito cabello color bermellón que recorría el cráneo de Amalia. ¡Si tan sólo yo pudiese tener una cabellera tan elegante! No se dio cuenta de mi descortesía. En ese instante, me fijé que ella tenía un libro de filosofía cerrado y otro abierto, erguido frente a ella tapando algunos halos de luz que querían golpear su rostro. La llama de la bombilla fluorescente intentaba rasguñar la cara de Amalia en una suerte de vórtice celestial, sin embargo el libro de Platón no lo permitía. Aparentaba haber terminado de estudiar. Era una muy buena alumna, atenta y eficiente. Buenas notas, al igual que todos mis compañeros. De repente, sentí un intenso desprecio hacia su habilidad de estudiar, leer, y cuidar su suave cabellera. Intenté dejar de mirarla, olerla, acariciarla y luego de unos momentos pude.
¿Acaso mis otros compañeros no escucharon el chispazo que hicieron las tijeras al cortar el cabello de Amalia? ¿Acaso Amalia no sintió como su vida se desgarraba de su cuero cabelludo? Aparentemente no había sido tan obvio o sonoro el accionar de las tijeras, así que decidí revisar a mis otros dos compañeros. Primero estaba Eduardo, otro excelente alumno de la facultad a quién los profesores conocían profundamente. Tenía varios títulos y su juventud lo agraciaba en su totalidad. Pensé revisarle las piernas en busca de vellos dignos de hombría adulta, pero creí que eso hubiese sido algo vulgar. Sus ojos estaban ligeramente abiertos ante la lámpara de bajo consumo que adornaba mi gran escritorio. No se despertó. Su perfectamente proporcionado y preservado rostro admitía unas hondas lastimaduras que no parecían tener ánimos de formar coágulos y sanar. Tomé las tijeras que había usado para cortar el cabello de Amalia, y tajé el cuero que recubría su cara. Si su cuerpo tendría alma alguna, seguramente habría llorado y escapado. No parecía tenerla, pues si yo hubiese visto alma alguna volar, de seguro la hubiese atrapado, capturado, esclavizado y asesinado. Nada debía escapar de aquí. Eduardo no sintió ni frío ni calor del oxidado metal de esas antiguas tijeras que rondaban por mi casa cortando paquetes de galletas, artículos de diarios y deshaciendo hilos que mis remeras dejaban en el camino. Las gotas de sangre que su organismo escupió fueron deslizándose velozmente como un chasquido de dedos hacia la palabra “Justicia” que se encontraba en la página abierta en la cual Eduardo se imponía. Su cuerpo descansaba cuando me dirigí a mi último compañero. Ignacio era el más grande de nosotros. Sus padres poseían una cadena de supermercados que seguramente, su hijo heredaría en algún momento haciendo que su fortuna sea aún más grande. Unos robustos y argénteos anillos envolvían impecablemente cada uno de sus dedos, mientras que sus pechos, pezones y abdomen estaban acariciados por el abusivo manoseo de una camisa de seda iraní y su ombligo estaba escondido hacia su estómago enfrentándose al mío, que, vomitivo y despreciable como era, se encontraba respirando la brisa de los vientos otoñales de mayo. ¿Por qué el residuo de su cordón umbilical puede decidir no respirar esa seca brisa del viento otoñal y yo no puedo? Tomé mi tijera y destrocé cada uno de esos botones para exponer al mundo la maldita arquitectura humana que sus padres crearon y retiré, con un impulsivo tajazo, el ombligo hacia afuera. ¡Apuesto a que su belleza monetaria y su vergonzoso estómago no se comparan, ahora, con la pobreza de mi bolsillo y con el poco verecundo ombligo de mi ser! ¡De seguro la parábola en la que el rostro de Eduardo viajaba, no podía alcanzar a darle una mano de ayuda al mío! ¡Aseguro que no hay corte de cabello que pueda asimilar la perfección que Amalia posee en sus cuerdas capilares! Es así como sus vidas, significantes y exponenciales hicieron que la mía ni siquiera se encuentre subterránea o subcutánea. Si fuese de esas dos formas, aunque sea viviría debajo de la vida de otros, pero en este mundo solo existo bajo el zapato de otros. ¿Quién sabe cuanto más conocimiento para el examen tienen ellos? ¿Quién sabe cuanto más podrían haber tenido si yo los hubiese podido despertar? Pero no puedo dejar que el orden cósmico y universal tome su brillantez en el conocer académico de mis compañeros y permita que yo jamás pueda alcanzar una nota excelente. Simplemente, no puedo.
            Estas tijeras que cortaron cabello terso, rasgaron cuero humano de rostros y abdómenes y rompieron botones de plástico fundido, también mataron. Pues ya no es transpiración del arduo e incansable estudio la que gotea de sus frescas frentes sino que ahora es sangre. ¿Quién sabe si las gotas que yo escuchaba caer en el cerámico del baño no eran las mismas gotas de sangre que los cuerpos de mis compañeros exudan? ¿Cómo dejar que ellos den un examen mejor que yo? Y, ¿Qué hacer con los otros estudiantes que no atendieron a mi hogar para ayudarnos mutuamente? Por consiguiente, no es su sangre la que exudan. Es la sangre de la envidia. La sangre que se mezcla con la tierra. La tierra que le da vida a este dolor intenso que me lleva a cometer atrocidades en cambio de un poco de soledad, un poco de placer, un poco de ventaja. Son las ínfimas gotas del descanso y el alivio como así también los bestiales y repulsivos galones de plasma escarlata que la grosera envidia despoja de mí ser. Es esa envidia que me llevó a matar y a permitirme, de una buena vez por todas, quedarme suspendido en el escritorio, escuchar el goteo del baño, crujir nuevamente mi cuello y estudiar filosofía frente a los cadáveres de Amalia, Eduardo e Ignacio.     

Eternos días en Alemania (2012)


¡Qué insípida e insoportable caminata que tomé cuando bajé del tren! Mi mente de científico poco reconocido no hallaba consuelo en el último caso, y tampoco en los pasos. Caminé porque no había más que trasladarme para llegar a casa y, tampoco, había nada más que agitar esos corroídos zapatos de gamuza, transportes de suciedad y, a veces, hasta de insectos, golpeados por la tierra en el suelo. Pisé excremento y se lo atribuí a mi suerte: mi buena suerte. Pero en ella no se encontraba el experimento que había finalizado en la mañana. Recuerdo que había tomado tantas notas en esos días como si hubiese estado un año entero frente al anciano aquél, solo que este anciano le quedaba una semana de vida. No una final semana de vida, sino una iniciadora semana de vida. No había más ancianos, no había más jóvenes. Y esos franceses creían saberlo todo, con su ideología tan revolucionaria de no procrear; y yo aquí, tratando de mantener la estirpe de la nada. La estirpe del flujo de la vida. La estirpe del mundo: la estirpe del hombre. Aún así, no estaba solo. Creo que únicamente en mi niñez lo estuve y, hoy, que bajaba del tren, luego de meses sin dormir, días sin beber una gota de agua, y noches y días, que sabían a música recalentada y sobrecalentada en un horno que marcaba mil grados cada vez que miraba esa aguja y, luego, música dejada de lado por horas y horas y vuelta a calentar para luego ser pasada por agua tibia en un destemplado baño María, comida o música que, eventualmente, consumiría, volvía a sentir esa silenciosa marca de pobres sombras alrededor de mi vestimenta. De mi cuerpo. De mi respirar. Porque no hay cosa más insólita, como aburrida y desgarradora que respirar solo. Respirar sin que nadie a tu lado te frene el respirar, o aunque sea, que impida el libre paso del aire que expulsas de tu nariz, diciéndote que está allí. Él está allí. Ella está allí. Yo estoy ahí, para impedir que respires, para recordarte que estoy allí, por ti, por nosotros, por ellos. Pues ellos, ellos no estaban ahí para acompañarme cuando bajé del tren. Y yo estaba allí, bajando del tren, ahora sin energía alrededor, sin carne, sin fuego, sin calor; mas sí había una alargada, y quizás en demasía, vía que ya no transportaba trenes hacía más de dos siglos. Amargado metal, abofeteado por el tiempo y el óxido, y postrado sobre durmientes y, durmientes, vagabundos, postrados sobre ellos, durmiendo (ellos sí dormían, yo no), ya que el sol asediaba duro en el mediodía y la luz, con su calidez infernal que iluminaba e incendiaba. Asaba mucho más que ese horno. Seguramente estofaba y no lo había notado por despistado. ¡Cuánto ardor! Atontado por mis notas, intoxicado de los medicamentos en mis bolsillos, que no eran para mí, sino para el paciente, agitado por el constante movimiento del laboratorio, pero tal vez, intoxicado por ese último viejo y febril por estar a la intemperie, o sobre una hornalla, me dirigí a mi casa. Deambulé por el costado de las vías, donde unos árboles tomaban una inusitada siesta, el agrio y salado gusto de los viñedos vecinos se filtró por mis labios, pasó por mi chamuscada lengua, emponzoñó mis papilas gustativas, y pisé unas uvas que cayeron de aquellas plantas, magníficas y manipulativas. Llamativamente, las plantas de algodón, cultivadas por las hormigas sudamericanas, pero destripadas por el insano humano, desprendían sus blandos y maleables frutos en el aire, con el objeto de hacerme caer al pasar por debajo de mis pies.   
El alimento estaba allí, en mi casa, esperando, sin ser saboreado por mis ásperos dientes, amarillentos y con un intrépido sarro que lastimaba Y ese viejo, maldito, canoso y cristalino, con sus rosáceas palabras cual sedas recién deshilachadas, no paraba de hablar. ¡Qué tonto fui! Tomé nota de todos los medicamentos que le dimos, tomé nota de todas las evaluaciones que le hicimos, pero no tomé nota de las conversaciones que tuvimos. ¡Esas sí que eran conversaciones! ¡Qué caso! ¡Qué experimento! ¡Qué dolor! ¡Qué furia! ¿Qué habrá sido de él? ¿Qué habrá sido de su alma?
            Murió, y de eso estoy seguro. Vi como su muerte se presentó ante nosotros, porqué luego de un tiempo viendo tanta muerte, puedes prever la muerte. Empiezas a sentirla suavemente en el ambiente; luego la empiezas a oler, luego a escuchar, el que tiene suerte la puede escuchar (y tal vez, volver a dormir, porque por las noches, ella te susurrará), más tarde comienzas a sentir unas caricias, luego cosquillas, aunque sigue siendo la muerte; un tiempo después son unos pequeños golpecitos en el hombro, como si te avisara que está aquí, porque no hay campana en nosotros con la cual la muerte nos pueda notificar de su llegada con un ding-dong, ni hay una puerta de roble macizo y recién barnizado para que ella haga su knock-knock; y finalmente, el que tiene la desgraciada suerte de verla, no vuelve a ver. Nadie sabe si es que la muerte te enceguece o si la presencia de la muerte te obliga a desear no volver a ver. Nunca más. Nunca más.
Pero lo que si se sabe es que ella desea bloquear el paso del aire, registrando su llegada, y notificándonos de su compañía, y ¡qué compañía!, con un ding-ding en el timbre. De esta forma, oliste, Holger (el burro adelante),  yo sentí las cosquillas y atiné a no reír, Alexander y Mikhail  oyeron, sus párpados no pudieron cerrarse, y hasta dejaron de dormir por miedo, mientras que Henning, el más joven de nosotros, no volvió a ver. Y no hay nada más desesperanzador que ver a un joven muchacho intentando caminar sin saber por dónde hacerlo (aunque todos sabemos, que ninguno sabe por dónde camina, sea joven o aventurado en la vida).
            Holger Fassbinder, tú tenías mi edad, habíamos estudiado juntos en la Academia pero poco antes de terminar la carrera, te marchaste. Unos ojos pequeños, casi asiáticos, pupilas insoportablemente negras y unas cejas tan peludas que se unían en una sola provocando un techo sobre tu dislocada, dispareja y disparatada nariz, decoraban el gesto de felicidad eterna. Nunca me lo dijiste, pero sé que cuando te marchaste fue para acompañar a tu corazón. Y es que dudo que alguien en el mundo admita que vive en un lugar y su corazón en otro. Es algo difícil hasta imposible de expresar que la sangre pueda ser bombeada a través de nuestras venas, ríos y membranas sin un núcleo, sin un líder, sin un general como es el corazón. Es la infección que sustrae esos líderes de su hábitat natural, es la operación innecesaria (aunque para algunos necesaria) que retira a los generales de sus mandatos más importantes, que les niega las órdenes y que, eventualmente, consigue la deserción de la sangre. Alguna vez, todos y todas, fuimos puestos en reposo, con un pañuelo mojado en nuestras frentes, obligados a beber una droga de sabor silencioso y color sospechosamente desconocido, por esta enfermedad: el amor. Holger, estabas condenado y no habías tenido la decencia de contármelo. No importó. Yo lo sabía, debía callármelo, pero se me hacía y se me hace, aún en la actualidad, compleja la idea de guardar secretos. Sin embargo, sigo pensando, hasta el día de hoy, que él te diste cuenta y es por eso que nos pediste a cada uno de nosotros que tomemos notas de nuestras experiencias en el trabajo, y que le demos una gran importancia a este caso en particular. Así que, estas notas, son para ti, Holger.
            Nadie recuerda cuando nuestros padres nos hacían reír, cuando nuestras madres nos besaban en la barriga para que nuestros dientes, o nuestras encías desnudas, exploten, cuando nuestros padres nos molestaban de una forma más fuerte e intolerable, pero, eventualmente divertida y, es que éramos jóvenes. Éramos bebés. Inocentes y pequeños. Dos sentimientos tan arraigados a nuestra infancia que me parece horrible como tremebundo que la muerte los tome para apercibirnos de su presencia. ¡Reírse de la muerte! ¡Justo en las axilas! Sí, justo en las axilas tuvo que incordiarme, viejo. Mi punto más débil. Pero, aún así, no quiero olvidar esa risa, porque fue poco familiar.
            Alex y Mikhail eran dos hermanos que discutían por cualquier tontería, bien sea por deportes, especialmente fútbol, sea por perfumes que a uno le disgustaban y a otro no, o bien por ese germen que planea por el espacio luego de ser contagiado por ese tóxico que anteriormente llamé amor: las mujeres. Naturalmente, nacieron en Alemania, más particularmente, en Baden-Württemberg, pero eso no le quitó la posibilidad a Michael de conseguir un pasaporte a Rusia, y convertirse en ciudadano allí, hasta cambiando su nombre por el de Mikhail por el mero fin de no tener la misma nacionalidad que su hermano. Si bien tuvieron la mala suerte de oír a la muerte con sus oscuros, crípticos y susurrantes sollozos, también tuvieron que sufrir (nosotros también, y sé que lo sabes, mi buen amigo Holger) del insomnio, de la falta de descanso y del ahogo sazonado en rabietas, gritos, peleas y berrinches sin aparente cese.
            Pero, por último, vimos al menudo y callado adolescente de Henning Riek. Percibimos como sus ojos fueron anclados en visión y bañados con un velo monótono y duro. ¡Qué triste! ¡Con un niño! Hasta llegamos a darle un bastón blanco, curiosamente, casi tan blanco como su iris, que contorneaba sin valentía y sin movimiento sus pupilas, pero Henning no pudo con su andar, y antes que permitir que la falta de percepción lo apuñalara por la nuca tomó una sillón acolchonado, estilo Rococó, y lo utilizó para sentarse, y dignarse, finalmente, a escuchar nuestras voces.

           
            Aún sin haber tomado nota de los diálogos que teníamos con aquel anciano, dudo poder olvidarme de aquellas primeras palabras que dispararon sin auténtico objetivo final. Sin embargo, no hablaba de manera simple y fácil de acceder, hasta llegamos a ponerle un mote: «El Oblicuo», como al dios Apolo solían etiquetar en sus no poco famosos epítetos, aunque a veces no tanto se lo colocamos por su discurso trabado sino también por su esquivo relatar de los hechos. Vagando y diciendo estupideces lo encontraron unos guardias de seguridad que ninguna idea tenían sobre la magnitud del problema que había en el mundo. Este dilema se basaba en que, siguiendo la línea de pensamiento francesa de no procrear, los habitantes continentales comenzaron a envejecer: esto llevó a que los adultos entre los treinta y cincuenta años lograron, después de una serie interminable de sucesos científicos y tecnológicos, evitar la muerte, desplazar el paso del tiempo y frenar la vejez. Ni los guardias, ni la población terrestre comprendían que esto iba a llevar que alguien se enojara, y en este caso, fue la mismísima muerte que se enfureció. Nadie nos dio esta tarea, pero en la Academia ya se venían escuchando diversos rumores de esta trasgresión a la vida humana y tú, Holger Fassbinder, Alexander y Mikhail Derflinger, y Henning Riek, que ya venían formando y desarmando grupos de estudio, me llamaron para atender estos chismes y verificar si eran reales. ¡Y vaya que lo fueron! Nos llevó mucho tiempo, dado el poco que teníamos que de todas formas no sabíamos, averiguar su nombre.

— Hay que estar muy concentrado para estar desconcentrado — dijo El Oblicuo cuando me vio por primera vez, ni bien uno de los enfermeros asistentes lo estaba traspasando de la camilla que traía la patrulla de guardias en su asiento trasero a la cama ortopédica que mucho le agradecimos al Hospital de Magdeburg.
No atiné a responderle, y continué enfrascado en mi anotador. Aunque esto no significó que no le presté atención, e incluso recuerdo tan vívidamente esa frase que todavía hoy sigo buceando por mis neuronas en búsqueda de una no tan ambigua respuesta. ¿Era por mi excesiva anotación en el cuaderno o era porque no lo había visto aún? No lo sé. Me tomé unos momentos, y luego lo miré fijamente, con mi ceja izquierda exageradamente levantada, quizás hasta de una manera barroca, como diría Alex. Lo primero que vi fueron sus pies descalzos, sucios, con pequeños remolinos de tierra, y un trozo de goma de mascar en uno de sus dedos pulgares, el cual era significantemente más grande que el otro. Sus uñas tan laceradas y estropeadas que parecían pezuñas de ornitorrinco sin cuidados estéticos. Una falda de lana que le rodeaba su tronco inferior hasta unos centímetros debajo de las rodillas y que francamente yo no sabía cómo podía caminar con eso. Creí que era una remera grande pero, ante mi detallado ojeo, terminó siendo una sábana de aquellos tiempos en que nuestros abuelos se mandaban cartas que envolvía su pecho bañado en nieve y en merengue. El Oblicuo no llegó a acostarse, y decidió quedarse sentado mirando fijamente, con sus dos lanzas melifluas ensartadas en mi bigote, inficionándome el famoso y verecundo malestar.
    ¿A qué me trajeron? ¿No tenían otro vagabundo para pescar más que al único que vio el vértice y el eje del mundo? — Volvió a hablar el anciano, mas esta vez, tosiendo entre palabra y palabra, con una carraspera escamosa. — Sigo esperando que alguien me responda. — Tosió fuerte, y me desorientó de las anotaciones. — Sí, tú: responde muchacho. ¿A qué me trajeron? Voy a llamar a la policía sino me dices.
     No hay más policía, señor. — le dije la verdad — Sepa disculpar a mi equipo, y a los guardias de seguridad que lo trajeron, pero necesito que descanse un momento y nos espere, que pronto estaremos con usted para atenderlo en lo que necesite. — Y necesitemos.
El viejo había comenzado por ser oblicuo en su discurso, pero no retomó su actividad retórica y dificultosa sino hasta que se encontró avanzada la tarde. Fue unos minutos después de la puesta del sol, en el ígneo ocaso, cuando nos encontramos los cinco científicos rodeando el azotado cuerpo del viejo que se propuso a hablar con ataduras, nudos de boy-scouts, de marineros experimentados en el arte de las sogas y enmarañado como caballo a un vaquero.
    ¿Saben que ya no sueño?
    ¿Solía, usted, soñar? — preguntó Mikhail, de repente, y todos nos quedamos perplejos ante su instantánea respuesta.
    No lo sé. De hecho, no recuerdo ningún sueño. ¿Eso significa que no soñé o que mi memoria está en sus últimas? — El Oblicuo se hizo presente, y nos dimos cuenta que no siempre hablaba él, sino que luego de descansar un poco, y al dejar que su mente medite, se alternaban entre el anciano sin nombre y El Oblicuo.
    Si nos dice su edad, tal vez podríamos ayudarlo mejor. — La inocencia, la estupidez y la codicia de conocer todas las respuestas de inmediato por parte de nuestro colega fue obvia.
    Mi edad… creo que estoy aquí desde el inicio de los tiempos. — De la misma manera que ardía la vista cuando nuestras madres, seguramente, nos abrían las persianas a la mañana ni bien despertábamos, nuestros ojos se expandieron y las pupilas se dilataron cual visión de drogadicto.

El hombre apoyó su cabeza sobre la almohada y se dignó a dormir; mientras que nosotros fuimos al cuarto contiguo de la habitación y accedimos a comparar nuestras anotaciones. ¡Qué desastrosa e ilegible tu grafía, mi querido Holger! ¡Qué prolija y detallada la de Henning! ¡Qué lástima que no pueda seguir escribiendo así! Aún así, las tuyas, amigo, fueron las notas más agudas y punzantes que había en esa puesta en común. No sabíamos si el viejo decía la verdad, pero, ¿por qué no creerle? Sí, entiendo que era ilógico, y que desatendía rotundamente el aspecto de la realidad, mas no debía ser descartada como un hecho verídico. ¿Quién, por todos los santos y demonios, era ese hombre?
Mi colega más apreciado, tú, Holger (¿debo ser así de adulón contigo para continuar siendo tu amigo o con el sólo hecho de haberte dado aquél presente para las Navidades era suficiente?), fuiste el que le dio un jarabe experimental para combatir su terrible catarro. Una mezcla de agua del río Elba y sales del mar Muerto, enviadas por una amiga de Alexander, nuestro científico seductor, que vivía, y creo que sigue viviendo, en el Reino Hachemita de Jordania, fueron a parar al vaso de precipitado de tamaño bajo y se logró, de esta forma, una viscosa y nauseabunda mezcolanza que terminamos por llamar “La grafía de Holger”. Quimérica y emética como tu letra.

El Dr. Riek preparaba el mejor té de Alemania. Lo hacía con cáscaras de manzanas y lo esparcía con azúcar fino. Nos servía uno a cada uno, pero había olvidado al anciano. El Oblicuo comenzó a gesticular, hasta logró pararse y comenzó por golpear y revolotear todo a su camino. Su incontrolable tensión latía y brotaba de sus brazos, mientras que las venas que se esparcían, vibrando como un metrónomo, por su piel se heló delante de Henning.
    Será mejor que le des un té, antes que nos asesine por la escasez — logré decirle a Henning —. ¿No te parece?
    Quizás sea lo mejor — Y el Dr. Riek, como siempre, respondió con pocas palabras.
El doctor sirvió una taza de té, y le pidió al anciano, el cual sostenía una silla con una mano y nos amenazaba con lanzarla si no lo dejábamos ir, que se tranquilizara. Como si fuese un interruptor, El Oblicuo apoyó la silla que estaba usando de defensa, dignado a sentarse, y reposó sobre ella. El té lo calmó y hasta pareció que ansiaba hablar.
    Una vez, hace mucho tiempo, noté que la gente tenía sombra. Noté que la llevaban a todas partes, y nadie la apreciaba — la cuchara que tú le alcanzaste comenzó a revolotear por la loza de la taza, y el líquido caliente hizo remolinos. Cada roce que esa cuchara hacía parecía interrumpir el discurso del anciano —. Quizás sea que yo percibí la sombra ajena por no poseer una.
Todos dejamos de pestañear y lágrimas recorrieron nuestros rostros cuando colocamos un farol portátil sobre su cuerpo y encontramos que no había sombra.
El Oblicuo bebió el té, y se echó a dormir. Tú y Henning tomaron la taza y lo taparon con las frazadas. Mikhail se acercó a mí, y habló lo suficientemente fuerte como para conquistar el oído de nuestros colegas.         
    ¿Crees que es un vampiro? — comentó Mikhail con una seriedad lastimosa, mientras su hermano se largó a reír y los demás lo acompañaron.
    Los vampiros no tienen reflejo, él no tiene sombra — el Dr. Alexander Derflinger, su hermano, hizo trabajo de hermano —. No es lo mismo, idiota.

¿Quiénes son los que poseen sombras? Los humanos, los animales… los objetos… las cosas. Entonces: ¿él no es una cosa? Tragué con dificultad.

El invierno se iba desmenuzando, y la primavera lograba florecer lentamente. Uno de esos días me desperté en la cama con la frazada tapando solo mis pies, los cuales estaban, aún así, más fríos que los índices de las manos de una mujer desalmada y engañada. En el umbral del baño, Alex y Mikhail se encontraban discutiendo sobre fútbol. Ambos hijos de un fervoroso simpatizante del cerúleo como azulado Hoffenheim no paraban de buscar ventajas y desventajas de haber cambiado el nombre a 1899 Hoffenheim del anterior TSG Hoffenheim.
    Van a pensar que jugamos tal cual lo hacíamos en el siglo diecinueve, como gimnastas. — decía Mikhail, con su destacado tono de voz.
    Y si lo hacen, seguramente, lo van a pensar gracias a tus ideas de ignorante. ¡Largo de aquí! ¡No te quiero ver más! — dijo Alex, mientras se le acercaba a su hermano con una violencia inusitada. Yo estaba con un pie sobre el suelo y el otro sobre el colchón cuando tú, mi amigo, lograste separarlos para que no ocurra un hecho desagradable.

Gracias a Dios, y a ti, Holger,  que esa trifulca verbal había llegado a su fin cuando lo hizo y que no tuve que escuchar más de ella, pero, ciertamente, recuerdo que lo lamenté, y mucho, por el taciturno Henning que se encontraba en un banco de madera, construido por su abuelo, sentado y, considerablemente molesto por el continuo griterío de los fraternos colegas.
Karl Riek se llamaba el padre del abuelo de Henning. Un carpintero de esos que hoy menguan y que nos son menesterosos. Recuerdo que el adolescente, callado como siempre, recurrió a sus lágrimas el día que éste falleció, y que al correo llegó un paquete del tamaño de un perro mediano, ese mismo día. Henning firmó en una planilla y se dignó a destrozar el papel (no olvidaré nunca que llegó a usar los dientes de la furia contenida en su espíritu) para llegar a su centro. Era un banco de madera estilo rococó. Madera que de seguro había conseguido en la exuberante Selva Negra. ¡Pobre muchacho! Tener que apoyar sus penas en un banco tan bello como ese y, al mismo tiempo, tener que soportar estoicamente, como él hacía, las constantes discusiones de los hermanos Derflinger.
Ya despierto y, luego consecuentemente, levantado (que no se cumplen en la misma acción como tú crees, Holger), me propuse a encender un cigarrillo y a convidarle a Henning. No quiso, y yo me enfrasqué en el fogoso sabor a la menta del paralizante tabaco. Pasé por la cocina, tomé un café que había sido preparado por ti y, después, me dirigí al cuarto de observaciones. Abrí las persianas americanas y una de ellas se trabó. No intenté repararla, mi labor era mucho más importante: reparar el mundo. Allí, el hombre se había levantado y se encontraba agachado frente al sillón construido por Karl Riek. Me miró y ni bien tomó aire, anunciando que su discurso comenzaría, todos los demás muchachos: Alex, Mikhail, Henning y tú, Holger vinieron a la habitación con prisa aparente y desvergonzada.
    Tuve muchos hijos, pero ninguno sobrevivió su nombre — se tomó una pausa, y nosotros, como siempre, quedamos anonadados del relato del hombre —. Enloquecí de símbolos.
El hombre se calló, y se sentó en nuestro llamativo asiento. Fue ese día que empezamos a conseguir respuestas, pero no de nuestro paciente, sino de nuestras notas.    
— Mi primogénita fue Alba, pero no recuerdo quién fue su madre. Blanca y flemática como el sol. Luego vino Luna y, más tarde, Natalia.
    ¿Acaso nombró a sus hijas así por su significado? — Me asusté ante su locura de significados.
    Sí — agachó su cabeza y continuó —, aunque no deseo recordarlas, pero no queda más remedio que verlas todos los días. — Luego entendí, gracias a tus notas Holger, a qué se refería. Sus hijas habían formado al mundo o eso parecía, dentro de su inmensa como descontrolada locura.
    ¿No recuerda a su madre?
    No recuerdo a la madre. Tal vez sea mejor así.

Quien quiera que haya sido la madre no importaba en este momento, pero lo que sí importaba era el nombre de las hijas. ¿Era posible que una de ellas fuera el sol, otra la luna y otra el nacimiento?

El Oblicuo comenzó a toser indiscriminadamente, casi ahogándose en su propia flema. Le dimos un poco de “La grafía de Holger”, pero nada pareció mejorar hasta que pasaron unos minutos. Lo ayudamos a sentarse sobre las almohadas, le lavamos los pies y recurrimos a un diálogo más agresivo. El Dr. Riek dio un paso al frente.
    El primer día que entró usted le dijo a mi compañero — yo le comenté al Dr. Riek que, seguramente, leyó mis notas — que usted había visto el vértice y el eje del mundo. ¿Cuál es el vértice del mundo? ¿El polo norte y el polo sur?
    ¿Yo dije eso? — La personalidad del viejo volvió a la normalidad y no pudimos quitarle ninguna información sobre ese asunto.

Ciertamente, ¿a qué se refería con haber conocido el eje y el vértice del mundo? Pensar que el orbe en el cual habitamos tiene forma elíptica y no posee ningún vértice. Dejamos preguntas sin respuestas o preguntas con respuestas oscuras e interminables. Atroces. Por lo menos en mi corazón producían rechazo.

Entrada la noche, mi querido amigo, intentaste cocinar un pollo, pero olvidaste condimentarlo. Su sabor no era el más apetecible, pero era comida y ya hacía unos meses que no abundaba. De repente, escuchamos un temblor metálico que provenía de la habitación del anciano. Éste se había caído de la camilla y tuvimos que ayudarlo a levantarse, solo que cuando el hombre se estaba recomponiendo y tapando sus noblezas con la marchita frazada que le habíamos entregado, los cinco nos quedamos perplejos ante la imagen. El Oblicuo tenía su ojo izquierdo morado y el torso desnudo. En su tórax, las costillas se percibían notablemente, pero cuando vislumbramos su estómago, ante la gruesa luz de la luna, el espanto nos amordazó y nos tomó desprevenidos. Fuimos tomados rehenes por el asombro. Este sentimiento, luego de unos minutos, fue reemplazado por la risa incontenible de nosotros cinco. Fue la falta de ombligo del hombre que nos colocó los cabellos de punta y que logró nuestra risa. Pues, tantos años buscando por qué razón las pinturas del renacimiento presentaban a Eva y a Adán con ombligo si no tenían madre, y hoy nos encontrábamos ante el hombre que hubiese sido aniquilado o, tal vez, amado en el siglo XV.
    ¿Nos puede explicar por qué no tiene ombligo? — atinó nuestro apurado y querido Mikhail.
    Ni siquiera sé qué es un ombligo. ¿Podrías explicarme?
    Esto es un ombligo — se levantó la camisa y le mostró su estómago desnudo mientras trataba de no dejar caer sus tirantes elásticos.
    ¡Ah, esa herida! ¿Ese es el famoso “ombligo”? ¡Pues, miren qué peculiar! La verdad es que no tengo idea de por qué no poseo esa lastimadura en mi cuerpo, aunque tengo su equivalente aquí. — Tomó su frazada y la falda de lana y las lanzó por el aire haciendo que la tela atraviese la sala y caiga sobre la computadora, se desnudó, y nos mostró su trasero, despojado de harapos. El Oblicuo comenzó a reírse, y eventualmente, consiguió que nosotros reaccionemos de la misma forma.

Le hiciste una ecografía al anciano, mientras nosotros comíamos, y El Oblicuo dormía. Encontraste que el hombre tenía un equivalente al ombligo bajo su axila derecha. Era un pequeño orificio arrugado que contenía un destello de lo más extraño y misterioso como disimulado. Nos llamaste, y yo, con la pata de pollo todavía en mi mano, corrí hacia la habitación.

    Penrod, ¿ves esta luz? — me dijiste, penetrando directamente en mi alma, como siempre hiciste.
    Sí — ese brillo era magnífico, único.
    Acércate a él, toma esta lupa y trata de contar los colores.
Así hice, tomé la lupa que mi amigo me entregó y, de esa forma, con mi suave tacto, con el anciano durmiendo y con mi desconsolada desesperación tanteé ese nuevo ombligo. Blancos, platinados, celestes, rubíes, cristales y escarlatas exhaustos de llorar danzas de la lluvia fueron los colores que bailaron ante mi vista. Ese pequeño orificio no estaba cerrado como la cicatriz humana que nuestras madres y sus cordones umbilicales nos dejan, este orificio estaba abierto de par en par, casi configurada con un perfil octagonal que ya dejaba de parecer piel. Era otra cosa. Intenté introducir mi dedo, pero parecía superficial, como si no tuviese fondo, a la manera de un vidrio. Los claros y centellantes pigmentos entablaron una discordia con otros tonos. Era como mirar un televisor, una imagen nueva a cada segundo, demasiado rápida para contemplar en la inmediatez del tiempo pero, a la vez, demasiado lenta para contemplarla de un solo y rígido vistazo. Unas pizcas de verde contaminaron su ombligo y la vista me engañó. Un calor sofocante y tremebundo hizo que mi sistema nervioso se arqueara. Magma y lava eran las imágenes que visualicé. Frío. Calor. Calor. Fuego. Ese momento fue absolutamente singular y prodigioso. El hombre comenzó a despertarse, abrió los ojos y nos miró.


Aprovecho a dejarte un comentario, Holger. No sé para qué pediste que anotemos estas cosas, pero debo decir que arrepiento cada gota de tinta que gasté. Dudo que nos volvamos a ver, mas espero que hayas estado en paz contigo mismo, como Henning lo hizo con su abuelo, como Alex y Mikhail entre ellos, y yo con nuestra pronta muerte. Has sido un gran amigo. Lamento mucho que no hayas podido conseguir la mano de esa muchacha: ella seguramente se lo está perdiendo.


Bajé del tren y no bajó nadie conmigo. La caminata se hizo más larga de lo común. Tal vez fue porque ya no era la misma que solía tener hacía unos meses. El calor era agobiante, casi como un horno a punto. Habían finalizado los últimos días del invierno y la incesante primavera nos había apabullado, o por lo menos a mí, con unos golpes tremebundos. Mis primas pequeñas, recuerdo, habían obtenido el autógrafo de su cantante favorito en Hanóver y no podían estar más felices; pero yo, había conocido a la persona más famosa del mundo, sin que nadie la conozca más que mi equipo. Eso debía haber sido felicidad. Peculiarmente, no fue ese lo que obtuve en esa especial jornada.


    ¿Qué están haciendo? — preguntó sin descaro el anciano.
    No creo que podamos responder, — Dijo el joven Dr. Riek —, pero creo que usted nos debe una respuesta.
    Yo no les debo nada a ustedes. ¿Quiénes se creen que son? —El Oblicuo subió su tono de voz —. Toda mi vida estuve en movimiento y ustedes me inmovilizan en esta habitación mediocre, con su asiento rococó pomposo, su aliento a pollo agrio y sin condimentos, su mugroso y musgoso jarabe y sus incesantes cuchicheos de flamencos.
    Señor, no intentamos ser descorteses con usted, pero aún así, debe explicarnos qué es esto.
    ¿Eso? Ese es mi ombligo, y es propiedad privada — ahora parecía saber qué era un ombligo. El Oblicuo estaba allí —. ¿Acaso yo voy por la vida asaltando a la gente para ver su ombligo? ¡No, no!
    No, pues, claro que no. Supongo que no, pero…
    Pero nada. Puras patrañas, yo debo seguir mi rumbo, así que libérenme — se infiltró fijamente en nuestros seres y gritó ante nuestra inacción —. ¡Ahora mismo! — el anciano explotó, y su tos retornó a su hablar.
Tú me miraste, y Mikhail, Alexander y Henning y te siguieron. Esperaron que yo, su capitán, tenga una respuesta. No sabía si yo la quería tener, si la debía tener, o si, realmente, la podía tener. Cuestión que enderecé mis vértebras, retiré mi lupa de su axila y le dirigí la palabra sin más miedo, y sin más nudos.

    Señor, nosotros no tenemos ningún derecho en retenerlo aquí.
    Pues, si es así, abran esa maldita puerta que debo ir a trabajar. — Las cejas de Holger se posicionaron de una manera distinta. El anciano nunca había hablado de ningún trabajo.
    ¿De qué trabajo habla?
    El trabajo más importante del mundo — El Oblicuo volvió.
    El nuestro es el trabajo más importante del mundo. — Soberbia o no, era la pura verdad.
    ¡Ah, patrañas! Mi trabajo hace que tu trabajo tenga sentido, Penrod. — Mis pupilas se dilataron a más no poder del terror.  
    Señor, ¿de qué trabajo está hablando? ¿Quién es usted?
    Yo, mi curioso Penrod; mí enamorado Dr. Fassbinder; mi taciturno y calmo Dr. Riek; mi seductor Alexander, y mi flemático Mikhail — la carraspera se hizo muy evidente en su garganta —, soy el edecán de Dios.
    ¿A qué se refiere? ¿Qué edecán de Dios? ¿Qué Dios? Ni que estuviésemos en una guerra.
    El dios que quieras, el dios que desees evocar. Yo ayudo a que Su mundo gire. Soy su mano derecha, su mano izquierda, su pierna derecha, su pierna izquierda — su tos se hizo más y más fuerte, y se empezó a ahogar —. Nada importa si hay una guerra o no… aunque siempre las hay — dijo el anciano milésimas de segundo antes de desplomarse ante nuestra presencia.

Alexander, de tantas mujeres que había dejado sin aliento por sus pectorales bien formados, y gracias a su perfume varonil y nervudo, era el único de nosotros cinco que sabía hacer respiración boca a boca. El Oblicuo, edecán, ayudante, o mano derecha de Dios, aunque todavía no sabíamos qué dios, comenzó a esputar flema por la boca, y sus ojos se tornaron aguados. Las manos del anciano temblaban mientras Alexander, el simpatizante del Hoffenheim, aspiraba ingresarle aire a sus pulmones. Sus últimas palabras nos habían dejado atónitos y anonadados. Cada uno de nosotros procuró tocarlo, acariciarlo para aliviar su dolor durante ese horrible momento. Henning se dio por vencido, y fue a su asiento rococó, yo me enfrasqué en un rubio cigarrillo, tú no abandonaste en ningún momento esas anotaciones en el cuaderno con tu inconfundible grafía, imposible de descifrar, y Mikhail, por primera vez en su vida, no dijo una palabra, no parpadeó más, no le gritó a su hermano, no palpó la insignia de su equipo predilecto y nos consiguió ese afamado y requerido silencio. Alexander no pudo lograr que el anciano continuara viviendo y fue en ese momento que el Dr. Riek, levantándose de su asiento y yendo en busca de un vaso con agua, se tropezó. Temblé de la risa, aunque todavía no sé si eran de las cosquillas de la Muerte o de la gracia que me causaba ver a Henning cayéndose.

    No tengo nombre. Solo recuerdo algo parecido a un sueño, y fue esa vez que me vi frente a un espejo. Noté mis extremidades — tos y más tos en su discurso —, delineé mi cuerpo con la mirada y encontré ese orificio de brillo.
    Siga respirando, señor. — Alexander, entre su congoja y su falta de saliva, le dijo.
    No se preocupe por mí, Dr. Derflinger. Solo sepa que una vez me vi a un espejo y me vi a mi mismo. Nunca tuve la necesidad de comer, nunca tuve la necesidad de beber, pero sí tuve esa urgencia de estar siempre en movimiento. Ya no sé que deparará para este mundo sin mi comparecencia. Creí que era imprescindible, pero veo que tu dios o el dios de otra persona me ve como accesorio. ¡Quiero ver qué vas a hacer sin mí, mundo! ¡Intenta seguir rotando alrededor de mis dos primeras hijas! — hizo una pausa, agachó la cabeza y la levantó nuevamente con un suspiro tajante —. Natalia no volverá…
Sus ojos se volvieron hacia atrás con una violencia portentosa y supimos que esas fueron sus últimas palabras. Por unos minutos nadie emitió murmullo alguno y hasta llegué a sospechar que Henning volcó unas sórdidas y vacías lágrimas de tristeza sobre la almohada de nuestro anciano. Él había sido un gran invitado, singular como no había otro y como no iba a haber otro en el mundo. Estábamos solos y nada podía reparar este desastre, ni siquiera nosotros con nuestro nimio intento de enmendar la locura universal.
Así era, el anciano, El Oblicuo, tan extrañamente elocuente, había fallecido y nos había entregado una misiva esencial: Natalia no volverá. Sí, efectivamente, ella no volvería. Ni ella, ni la Navidad, ni los niños producto de su nacimiento, que no veíamos desde hacía mucho tiempo, no regresarían. Pero, en cuanto a Alba y a Luna, tuvimos que afrontar las consecuencias. Era inútil emprender echar un vistazo al cielo, noche, mañana o crepúsculo: arrinconados en el marchito hábito, repetición de vida, estribillo de oscura mortandad. Todo sería igual. Igual. Ni adelante, ni atrás. Ni pasado, ni futuro. Estática y rígida existencia.

Llegué a mi casa, dejé las llaves sobre el sillón, solté la valija en el suelo y pensé en olvidar ese día. La gente dejó de envejecer porque el tiempo dejó de correr. El calor seguía sofocando el día y, seguramente, lo seguiría haciendo hasta el fin de nuestros días. Me recosté sobre la cama, luego de meses sin entrar en mi hogar, y me detuve a sollozar sin aparente consuelo. Esos franceses nos llevaron a la perdición y nosotros caímos en la trampa más inmunda y colosal de La Tierra. El humano se enfrascó desde el comienzo de los tiempos en averiguar qué dios había que seguir, nosotros nos dedicamos a fisgonear por qué ese hombre no poseía sombra e intentamos buscar por qué su ombligo contenía un haz de luz insoportablemente seductor como radiante que olvidamos nuestro objetivo: reparar el mundo. El día seguiría siendo día, y las noches seguirían siendo noches, en el candente estío o en el álgido invierno. Calurosos días aquí, heladas noches por allá. El orbe suspendido. Congelado. Incandescente. Congelado. Incandescente.  

Ése tótem. (2010)


Aludí a la fuerza de mi existencia y ayer
 Decidí que este ser jamás moriría.
Intenté delimitar mi extremada pasión.
Mientras con el cuerpo formado en bastión
Construí el carácter que en ningún tiempo sucumbiría.

“Yo hago lo que me plazca”: dije
Sin sentir ni llorar, abracé el intrépido viento.
Resolví en mi tosca astucia y abrupta obviedad;
Con una incomprensible como misteriosa insaciabilidad
Que debía mantener el virtuoso y excitante razonamiento.

Hoy debía ser ese día
En el que ese mágico y estrepitoso sentimiento
No me expulsaría, ni me torturaría.
Sino que, en un vívido aldabonazo, yo siento:
Que expresa y claramente libre, yo sería.

Lancé una imperiosa y lúgubre moneda
Al espacio y al universo, en donde voló.
Flotó en un mar de dudas, y luego tomó acción.
Cayó en cara o en cruz, no recuerdo, ya que no cayó.
En el infinito medio se congeló y se hizo bufón.

Creo que todos se perdieron
Nadie supo (ni hoy ni ayer; ni tu ni él), por qué
Esa oscura y sucia pieza de metal se inmovilizó
Pero una cosa, fuerte e intensivamente sé
Que desesperadamente dejaré de ser ese sumiso.

Aguda y molesta fue mi risa
Pues en pocas horas, sentiría el alud de chispeante luz
Al cual me dirigiría y me pincharía en los ojos
Como un impío, mas bondadoso y alegre virus
¡Sí, libre! Sería, en un instante o en dos.

Si yo quiero ir por izquierda o por derecha
Por arriba o por debajo de los suntuosos caminos
Está en mi ávido, excelente y remilgado derecho
De elegir y continuar hacia las malezas de estos y aquellos
En aspavientos de felicidad, por este u otro trecho.

Es querer y no querer
Es encarecidamente desear y desdeñosamente despreciar
El amor a una bella mujer, y el dolor de un buen hombre
Es tener esa habilidad de preferir y seleccionar,
En el peor de los casos, o en el mejor, como ser o no, un ser libre. 

El cambio (2011)


No sé cuantos más podré, ni cuantos fueron ya, hasta el día de hoy. Tal vez fueron diez mil como pueden haber sido cuatro mil. Hoy es la quincuagésima vez que decido dejar de fumar, y espero que sea la última. Quiero prometer que éste será mi último y quizás el más preciado de los cigarrillos que fumaré. Los nervios bailan, drogados de frenesí, en mi cuerpo. Los pulmones se quedan sin aire y se agotan. Y por más que desee hacer otra actividad, como tal vez comer, practicar algún deporte, estoy seguro que no encontraré ninguna ocupación que tome tanto tiempo de mi vida como el fumar.
           
            Trabajé por más de dos años en una oficina sin gastar un peso de lo que cobraba, y viví en casa de mis padres a lo largo de ese tiempo. Aunque no estoy muy orgulloso de estar viviendo con ellos a los treinta y cinco años, sigue siendo fabuloso. Mientras que todo el dinero que ahorré en estos dos años fue guardado en una caja de ahorro y me fueron dando unas pocas ganancias que sirvieron para pagar unas vacaciones de un mes en unas playas lejanas de Costa Rica.
            Hoy me encuentro en el hotel, sentado en la cama, escribiendo en unas pocas hojas de papel amarillento que llevé de casa. Seguro esas hojas se remontaban a la época cuando mamá iba a la escuela todavía, de allí el color. Me había propuesto, casualmente cincuenta veces, que escribiría un libro sobre cómo dejar de fumar y que tan placentero podía ser dejarlo. El problema se encontraba en que, tuve que intentar dejar de fumar por diecisiete años para poder escribir el libro que nunca se escribió. Me imaginé que podía ser algo interesante y a la vez, retrospectivo de todos los años que sufrí discutiendo con mis padres sobre el pucho. Escribo unas palabras, y duermo una siesta; me levanto y veo esas hojas de papel sobre mi pecho desnudo en la cama para uno. Obviamente, nadie en Costa Rica estaba tan loco como para pagar un hotel y encima ir sólo a él.
            Esta siesta que recién tomé fue mejor que la anterior. Duró dos horas aproximadamente. Me desperté y me levanté, las hojas cayeron en la cama y una de ellas se deslizó por el borde entre el colchón y la pared pintada de un color claro como la piel de una cebolla rosada que, francamente, asqueaba. No estaba del todo despabilado como para ir por ella. Caminé descalzo, sobre la alfombra mullida, hasta el espejo de un metro y medio que se posaba sobre la pared frente a mí. Me miré en él. Las ojeras que colgaban de mis ojos me recordaban a mis amigos cuando hacían bungee-jumping en las alturas. Esto se debía a que había dejado de fumar y no a que había fumado por diecisiete años, pensé, pero me reí, pues ni yo podía creer en tal absurdo pensamiento. Todo se debía a esos cigarros, a esos harapientos y andrajosos cigarros… a esos placenteros cigarros y ese exorbitante como impresionante gusto a nicotina, que excitaba mis papilas gustativas diariamente. Fui al baño y me lavé la cara. Volví a la cama y busqué esa hoja que se encontraba en el piso, debajo de ella. Miré los renglones e imaginé que eran varios puchos apilados en líneas grisáceas, delimitados por la tinta azul. No escribí nada.
                        Sufro todos los días. Esta condenada promesa que hice de escribir sobre el dolor más intenso de dejar de fumar me jeringa día a día. ¿A quién engaño? Pasaron dos días desde que estoy en Costa Rica y lo único que quiero es fumar uno. Sentir esa almohadilla entre mis resecos y rojizos labios, e intentar no mojar el cigarrillo de saliva es lo que más anhelo. Dos días encerrado aquí dentro. Podría salir a la playa. Voy a salir a la playa.
           
              Volví de la playa, tomé dos shots de vodka y no me embriagué, pues yo creí que mi resistencia alcohólica era parecida a la de un niño de doce años. Vi una mujer en la playa que encantó mis ojos. Era la suma de todos los colores primarios y de todos los colores del mundo, pero que no se convertían en un marrón oscuro, como la profesora de jardín de infantes había explicado, ni en un alma deshecha, sino que se mezclaban y emergían en un nuevo color: uno que contenía todo lo bueno de todos los colores. No recuerdo sus ojos, no recuerdo su cabello, no recuerdo el color de su bikini, ni el de sus sandalias, ni el de su bolso. Solo se que ella estaba allí, y yo también.
           
            Ya van tres días que no fumo. Quiero salir de este hotel y descubrir el mundo. Tengo miedo de salir y encontrar un kiosco o un vendedor con cigarrillos, o alguien fumando. Estoy aterrado de ver otras personas fumando y que esto pueda inducirme a fumar nuevamente. Quiero dejar este peso, quiero dejar de inspirar e espirar un aire con restos de humo. Quiero toser porque me atraganté comiendo rápido y no porque caminé dos cuadras y el oxígeno es insuficiente en mis pulmones. ¡Qué lo parió! ¡No aguanto más! Voy a salir de este ruin y detestable hotel.
           
            La vi de nuevo. Y esta vez sí recuerdo el color de su cabello, y el de sus sandalias, y el de su bikini, y el de sus uñas, y el extenso de sus pestañas, como el color dentro del fondo de color que tenían sus ojos. Recuerdo su bolso de playa, que honestamente, podría llevar ladrillos allí dentro. Recuerdo el lugar donde están las marcas en forma recta que el sol y sus anteriores bikinis dejaron cuando, de seguro, se acostó a tomar sol. Pero nada de esto cambia que quiera seguir fumando un cigarrillo.
           
            Sigo quejándome, pero de alguna forma ya llegué a los seis días. Mañana será una semana. Mañana es sábado.

            Hoy saldré de noche. Iré a un boliche muy conocido, donde la gente baila salsa y música electrónica. Según el muchacho que me ayudó a subir el bolso a mi habitación el primer día, el lugar es muy famoso. Él también fuma, y es que lo he visto en la parte trasera del edificio del hotel fumando con sus compañeros. Es tan sólo un muchacho, y me recuerda a mí cuando empecé con esta mugrosa basura. Yo solo quería que esa chica me mirara, quería sentirme grande, quería sentirme importante, y ahora me siento pequeño, enfermo, débil e ínfimo. No conseguí que me mirara, pero sí conseguí un vicio. Recordar la adolescencia es el peor daño que puedo hacerle a mi alma.
           
            Bailé con todo el mundo. Bailé con mujeres, y hasta con un hombre o eso creo que era. No me importó, solo quería divertirme. Solo quería bailar. Solo quería olvidarme de ese rollito de papel con nicotina y tabaco. Y así lo hice, me olvidé de él, y la conocí a ella. Así es, conocí a la mujer que había estado viendo en la playa. Su nombre era Ignacia. Su imagen era espeluznante, pero no de miedo, sino de alegría, pues ella me dejó pasmado. Su cabello era rizado con puntas negras y doradas, era costarricense. Su tonada me hizo sonreír más de una vez y ella se dio cuenta, pero no se enojó sino que se rió de la mía y me preguntó qué se sentía. A mí no me importó en lo más mínimo. A ella tampoco. Escribió su número de teléfono en un papel que me había servido de apoya vasos, minutos antes, para mi bebida y yo lo guardé en algún lugar del pantalón. El color de su piel se asemejaba a la de un cedro, intenso y salvaje, mientras que sus blancos y bien lavados dientes contrastaban el dibujo de su rostro. ¡Qué bello rostro! Llevaba puesto un vestido ligero de diversos motivos que dispersaban las miradas del lugar y las atrapaba en un solo instante, en un solo momento y las dirigían directamente a sus curvas irracionales, erróneas, espectacularmente sensuales y humanas, dignas de una mujer latina. Le invité unos tragos, pero me dijo que no bebía alcohol, ni que tampoco fumaba. Tal vez fue una señal, pues no lo sé, ni tampoco me importó. Bailé con ella y tomamos una gaseosa en la barra. Supongo que se divirtió, porque sus dientes salieron a modelar sobre sus fibrosas y musculosas encías con mucho agrado y sin miedo varias veces. Su mirada estaba postrada en la mía, y sus rodillas, mientras estaba sentada, disparaban a las mías como el cañón de un cazador forma una línea recta hacía el núcleo de su presa. ¿Era yo su presa o era ella la mía?
           
            Volví a las seis de la mañana y el muchacho del hotel estaba ahí afuera fumando. Le dije que hay cosas más bellas en el mundo que un humo gris y un mal aliento ahuyentador de bestias femeninas. El chico sonrió y tiró el pucho. Lo pisó y se apagó.
           
            Una semana y media pasó ya. No fumo hace una semana y media, y hoy iré a bailar nuevamente. Ya me vestí, ya me perfumé el cuerpo, como indican los maestros: sobre las grandes arterias para que el espesor de la esencia se esparza sobre mí. Pero hoy no bailaré con mujeres, ni con hombres. Hoy bailaré con ella. Está aquí al lado mío, arreglando esos discrepantes rulos, mientras yo escribo y borro, escribo y borro, escribo, repito y borro en este pedazo de papel. Me equivoco una y otra vez porque esta dulce mujer está semidesnuda mirándose al espejo y yo me distraigo, una y otra vez. El cigarrillo está lejos de mí, y allí se quedará.
            Puedo ir a bailar, volver y seguir estando con ella, y nada cambiará. Yo seguiré siendo el mismo, y ella seguirá siendo quién es. No la conozco más que conozco su nombre: Ignacia.

            Un día más, y sigo contando. Esto se está poniendo divertido. Dejar de fumar fue, definitivamente y lejos, lo mejor que he dejado de hacer en mi vida o lo mejor que he hecho en mi vida. La peor decisión fue empezar. Hoy miro para atrás y veo una obsesión y una adicción. Una locura, una demencia. Mi avión saldrá en unas horas, y volveré a casa sabiendo que no fumaré más.
           
            Y hoy: no se cuanto más podré, ni cuantas veces habrán sido ya hasta el día de hoy. Tal vez fueron diez mil, como pueden haber sido cuatro mil. Hoy es la quincuagésima vez que sólo le quiero dar un beso y termino haciéndole el amor. Quiero prometer que ésta será la última vez que lo hagamos, y la más preciada vez que lo haga. Los nervios bailan, drogados de frenesí, en mi cuerpo. Los pulmones se quedan sin aire y se agotan. Y por más que desee dejar de acariciarla, como mirar las marcas de sus anteriores bikinis con el fuerte sol dejando sus huellas en ella, estoy seguro que no encontraré otra ocupación que tome tanto tiempo de mi vida como el amor.

           
                    
Nicolás D’Andrade