¡Qué insípida e
insoportable caminata que tomé cuando bajé del tren! Mi mente de científico
poco reconocido no hallaba consuelo en el último caso, y tampoco en los pasos.
Caminé porque no había más que trasladarme para llegar a casa y, tampoco, había
nada más que agitar esos corroídos zapatos de gamuza, transportes de suciedad
y, a veces, hasta de insectos, golpeados por la tierra en el suelo. Pisé
excremento y se lo atribuí a mi suerte: mi buena suerte. Pero en ella no se
encontraba el experimento que había finalizado en la mañana. Recuerdo que había
tomado tantas notas en esos días como si hubiese estado un año entero frente al
anciano aquél, solo que este anciano le quedaba una semana de vida. No una
final semana de vida, sino una iniciadora semana de vida. No había más
ancianos, no había más jóvenes. Y esos franceses creían saberlo todo, con su
ideología tan revolucionaria de no procrear; y yo aquí, tratando de mantener la
estirpe de la nada. La estirpe del flujo de la vida. La estirpe del mundo: la
estirpe del hombre. Aún así, no estaba solo. Creo que únicamente en mi niñez lo
estuve y, hoy, que bajaba del tren, luego de meses sin dormir, días sin beber
una gota de agua, y noches y días, que sabían a música recalentada y sobrecalentada
en un horno que marcaba mil grados cada vez que miraba esa aguja y, luego, música
dejada de lado por horas y horas y vuelta a calentar para luego ser pasada por
agua tibia en un destemplado baño María, comida o música que, eventualmente, consumiría,
volvía a sentir esa silenciosa marca de pobres sombras alrededor de mi
vestimenta. De mi cuerpo. De mi respirar. Porque no hay cosa más insólita, como
aburrida y desgarradora que respirar solo. Respirar sin que nadie a tu lado te
frene el respirar, o aunque sea, que impida el libre paso del aire que expulsas
de tu nariz, diciéndote que está allí. Él está allí. Ella está allí. Yo estoy
ahí, para impedir que respires, para recordarte que estoy allí, por ti, por
nosotros, por ellos. Pues ellos, ellos no estaban ahí para acompañarme cuando
bajé del tren. Y yo estaba allí, bajando del tren, ahora sin energía alrededor,
sin carne, sin fuego, sin calor; mas sí había una alargada, y quizás en
demasía, vía que ya no transportaba trenes hacía más de dos siglos. Amargado
metal, abofeteado por el tiempo y el óxido, y postrado sobre durmientes y,
durmientes, vagabundos, postrados sobre ellos, durmiendo (ellos sí dormían, yo
no), ya que el sol asediaba duro en el mediodía y la luz, con su calidez
infernal que iluminaba e incendiaba. Asaba mucho más que ese horno. Seguramente
estofaba y no lo había notado por despistado. ¡Cuánto ardor! Atontado por mis
notas, intoxicado de los medicamentos en mis bolsillos, que no eran para mí,
sino para el paciente, agitado por el constante movimiento del laboratorio,
pero tal vez, intoxicado por ese último viejo y febril por estar a la
intemperie, o sobre una hornalla, me dirigí a mi casa. Deambulé por el costado
de las vías, donde unos árboles tomaban una inusitada siesta, el agrio y salado
gusto de los viñedos vecinos se filtró por mis labios, pasó por mi chamuscada
lengua, emponzoñó mis papilas gustativas, y pisé unas uvas que cayeron de
aquellas plantas, magníficas y manipulativas. Llamativamente, las plantas de
algodón, cultivadas por las hormigas sudamericanas, pero destripadas por el
insano humano, desprendían sus blandos y maleables frutos en el aire, con el
objeto de hacerme caer al pasar por debajo de mis pies.
El alimento estaba
allí, en mi casa, esperando, sin ser saboreado por mis ásperos dientes,
amarillentos y con un intrépido sarro que lastimaba Y ese viejo, maldito,
canoso y cristalino, con sus rosáceas palabras cual sedas recién deshilachadas,
no paraba de hablar. ¡Qué tonto fui! Tomé nota de todos los medicamentos que le
dimos, tomé nota de todas las evaluaciones que le hicimos, pero no tomé nota de
las conversaciones que tuvimos. ¡Esas sí que eran conversaciones! ¡Qué caso!
¡Qué experimento! ¡Qué dolor! ¡Qué furia! ¿Qué habrá sido de él? ¿Qué habrá
sido de su alma?
Murió,
y de eso estoy seguro. Vi como su muerte se presentó ante nosotros, porqué
luego de un tiempo viendo tanta muerte, puedes prever la muerte. Empiezas a
sentirla suavemente en el ambiente; luego la empiezas a oler, luego a escuchar,
el que tiene suerte la puede escuchar (y tal vez, volver a dormir, porque por
las noches, ella te susurrará), más tarde comienzas a sentir unas caricias,
luego cosquillas, aunque sigue siendo la muerte; un tiempo después son unos
pequeños golpecitos en el hombro, como si te avisara que está aquí, porque no
hay campana en nosotros con la cual la muerte nos pueda notificar de su llegada
con un ding-dong, ni hay una puerta de roble macizo y recién barnizado para que
ella haga su knock-knock; y finalmente, el que tiene la desgraciada suerte de
verla, no vuelve a ver. Nadie sabe si es que la muerte te enceguece o si la
presencia de la muerte te obliga a desear no volver a ver. Nunca más. Nunca más.
Pero lo que si se sabe es que ella desea
bloquear el paso del aire, registrando su llegada, y notificándonos de su
compañía, y ¡qué compañía!, con un ding-ding en el timbre. De esta forma,
oliste, Holger (el burro adelante), yo sentí
las cosquillas y atiné a no reír, Alexander y Mikhail oyeron, sus párpados no pudieron cerrarse, y
hasta dejaron de dormir por miedo, mientras que Henning, el más joven de nosotros,
no volvió a ver. Y no hay nada más desesperanzador que ver a un joven muchacho
intentando caminar sin saber por dónde hacerlo (aunque todos sabemos, que
ninguno sabe por dónde camina, sea joven o aventurado en la vida).
Holger
Fassbinder, tú tenías mi edad, habíamos estudiado juntos en la Academia pero
poco antes de terminar la carrera, te marchaste. Unos ojos pequeños, casi
asiáticos, pupilas insoportablemente negras y unas cejas tan peludas que se unían
en una sola provocando un techo sobre tu dislocada, dispareja y disparatada
nariz, decoraban el gesto de felicidad eterna. Nunca me lo dijiste, pero sé que
cuando te marchaste fue para acompañar a tu corazón. Y es que dudo que alguien
en el mundo admita que vive en un lugar y su corazón en otro. Es algo difícil
hasta imposible de expresar que la sangre pueda ser bombeada a través de
nuestras venas, ríos y membranas sin un núcleo, sin un líder, sin un general
como es el corazón. Es la infección que sustrae esos líderes de su hábitat
natural, es la operación innecesaria (aunque para algunos necesaria) que retira
a los generales de sus mandatos más importantes, que les niega las órdenes y
que, eventualmente, consigue la deserción de la sangre. Alguna vez, todos y
todas, fuimos puestos en reposo, con un pañuelo mojado en nuestras frentes,
obligados a beber una droga de sabor silencioso y color sospechosamente
desconocido, por esta enfermedad: el amor. Holger, estabas condenado y no habías
tenido la decencia de contármelo. No importó. Yo lo sabía, debía callármelo,
pero se me hacía y se me hace, aún en la actualidad, compleja la idea de
guardar secretos. Sin embargo, sigo pensando, hasta el día de hoy, que él te diste
cuenta y es por eso que nos pediste a cada uno de nosotros que tomemos notas de
nuestras experiencias en el trabajo, y que le demos una gran importancia a este
caso en particular. Así que, estas notas, son para ti, Holger.
Nadie
recuerda cuando nuestros padres nos hacían reír, cuando nuestras madres nos
besaban en la barriga para que nuestros dientes, o nuestras encías desnudas,
exploten, cuando nuestros padres nos molestaban de una forma más fuerte e
intolerable, pero, eventualmente divertida y, es que éramos jóvenes. Éramos
bebés. Inocentes y pequeños. Dos sentimientos tan arraigados a nuestra infancia
que me parece horrible como tremebundo que la muerte los tome para apercibirnos
de su presencia. ¡Reírse de la muerte! ¡Justo en las axilas! Sí, justo en las
axilas tuvo que incordiarme, viejo. Mi punto más débil. Pero, aún así, no quiero
olvidar esa risa, porque fue poco familiar.
Alex
y Mikhail eran dos hermanos que discutían por cualquier tontería, bien sea por
deportes, especialmente fútbol, sea por perfumes que a uno le disgustaban y a
otro no, o bien por ese germen que planea por el espacio luego de ser
contagiado por ese tóxico que anteriormente llamé amor: las mujeres.
Naturalmente, nacieron en Alemania, más particularmente, en Baden-Württemberg,
pero eso no le quitó la posibilidad a Michael de conseguir un pasaporte a
Rusia, y convertirse en ciudadano allí, hasta cambiando su nombre por el de
Mikhail por el mero fin de no tener la misma nacionalidad que su hermano. Si
bien tuvieron la mala suerte de oír a la muerte con sus oscuros, crípticos y
susurrantes sollozos, también tuvieron que sufrir (nosotros también, y sé que
lo sabes, mi buen amigo Holger) del insomnio, de la falta de descanso y del
ahogo sazonado en rabietas, gritos, peleas y berrinches sin aparente cese.
Pero,
por último, vimos al menudo y callado adolescente de Henning Riek. Percibimos
como sus ojos fueron anclados en visión y bañados con un velo monótono y duro.
¡Qué triste! ¡Con un niño! Hasta llegamos a darle un bastón blanco,
curiosamente, casi tan blanco como su iris, que contorneaba sin valentía y sin
movimiento sus pupilas, pero Henning no pudo con su andar, y antes que permitir
que la falta de percepción lo apuñalara por la nuca tomó una sillón
acolchonado, estilo Rococó, y lo utilizó para sentarse, y dignarse, finalmente,
a escuchar nuestras voces.
Aún
sin haber tomado nota de los diálogos que teníamos con aquel anciano, dudo
poder olvidarme de aquellas primeras palabras que dispararon sin auténtico
objetivo final. Sin embargo, no hablaba de manera simple y fácil de acceder,
hasta llegamos a ponerle un mote: «El Oblicuo», como al dios Apolo solían
etiquetar en sus no poco famosos epítetos, aunque a veces no tanto se lo
colocamos por su discurso trabado sino también por su esquivo relatar de los
hechos. Vagando y diciendo estupideces lo encontraron unos guardias de
seguridad que ninguna idea tenían sobre la magnitud del problema que había en
el mundo. Este dilema se basaba en que, siguiendo la línea de pensamiento francesa
de no procrear, los habitantes continentales comenzaron a envejecer: esto llevó
a que los adultos entre los treinta y cincuenta años lograron, después de una
serie interminable de sucesos científicos y tecnológicos, evitar la muerte,
desplazar el paso del tiempo y frenar la vejez. Ni los guardias, ni la
población terrestre comprendían que esto iba a llevar que alguien se enojara, y
en este caso, fue la mismísima muerte que se enfureció. Nadie nos dio esta
tarea, pero en la Academia ya se venían escuchando diversos rumores de esta
trasgresión a la vida humana y tú, Holger Fassbinder, Alexander y Mikhail
Derflinger, y Henning Riek, que ya venían formando y desarmando grupos de
estudio, me llamaron para atender estos chismes y verificar si eran reales. ¡Y
vaya que lo fueron! Nos llevó mucho tiempo, dado el poco que teníamos que de
todas formas no sabíamos, averiguar su nombre.
— Hay que estar muy
concentrado para estar desconcentrado — dijo El Oblicuo cuando me vio por
primera vez, ni bien uno de los enfermeros asistentes lo estaba traspasando de
la camilla que traía la patrulla de guardias en su asiento trasero a la cama
ortopédica que mucho le agradecimos al Hospital de Magdeburg.
No atiné a
responderle, y continué enfrascado en mi anotador. Aunque esto no significó que
no le presté atención, e incluso recuerdo tan vívidamente esa frase que todavía
hoy sigo buceando por mis neuronas en búsqueda de una no tan ambigua respuesta.
¿Era por mi excesiva anotación en el cuaderno o era porque no lo había visto
aún? No lo sé. Me tomé unos momentos, y luego lo miré fijamente, con mi ceja
izquierda exageradamente levantada, quizás hasta de una manera barroca, como
diría Alex. Lo primero que vi fueron sus pies descalzos, sucios, con pequeños
remolinos de tierra, y un trozo de goma de mascar en uno de sus dedos pulgares,
el cual era significantemente más grande que el otro. Sus uñas tan laceradas y
estropeadas que parecían pezuñas de ornitorrinco sin cuidados estéticos. Una
falda de lana que le rodeaba su tronco inferior hasta unos centímetros debajo
de las rodillas y que francamente yo no sabía cómo podía caminar con eso. Creí
que era una remera grande pero, ante mi detallado ojeo, terminó siendo una
sábana de aquellos tiempos en que nuestros abuelos se mandaban cartas que
envolvía su pecho bañado en nieve y en merengue. El Oblicuo no llegó a
acostarse, y decidió quedarse sentado mirando fijamente, con sus dos lanzas melifluas
ensartadas en mi bigote, inficionándome el famoso y verecundo malestar.
—
¿A qué me trajeron? ¿No tenían
otro vagabundo para pescar más que al único que vio el vértice y el eje del
mundo? — Volvió a hablar el anciano, mas esta vez, tosiendo entre palabra y
palabra, con una carraspera escamosa. — Sigo esperando que alguien me responda.
— Tosió fuerte, y me desorientó de las anotaciones. — Sí, tú: responde
muchacho. ¿A qué me trajeron? Voy a llamar a la policía sino me dices.
—
No hay más policía, señor. — le dije la verdad
— Sepa disculpar a mi equipo, y a los guardias de seguridad que lo trajeron,
pero necesito que descanse un momento y nos espere, que pronto estaremos con
usted para atenderlo en lo que necesite. — Y necesitemos.
El viejo había
comenzado por ser oblicuo en su discurso, pero no retomó su actividad retórica
y dificultosa sino hasta que se encontró avanzada la tarde. Fue unos minutos
después de la puesta del sol, en el ígneo ocaso, cuando nos encontramos los
cinco científicos rodeando el azotado cuerpo del viejo que se propuso a hablar
con ataduras, nudos de boy-scouts, de
marineros experimentados en el arte de las sogas y enmarañado como caballo a un
vaquero.
—
¿Saben que ya no sueño?
—
¿Solía, usted, soñar? — preguntó
Mikhail, de repente, y todos nos quedamos perplejos ante su instantánea
respuesta.
—
No lo sé. De hecho, no recuerdo
ningún sueño. ¿Eso significa que no soñé o que mi memoria está en sus últimas?
— El Oblicuo se hizo presente, y nos dimos cuenta que no siempre hablaba él,
sino que luego de descansar un poco, y al dejar que su mente medite, se
alternaban entre el anciano sin nombre y El Oblicuo.
—
Si nos dice su edad, tal vez
podríamos ayudarlo mejor. — La inocencia, la estupidez y la codicia de conocer
todas las respuestas de inmediato por parte de nuestro colega fue obvia.
—
Mi edad… creo que estoy aquí desde
el inicio de los tiempos. — De la misma manera que ardía la vista cuando
nuestras madres, seguramente, nos abrían las persianas a la mañana ni bien
despertábamos, nuestros ojos se expandieron y las pupilas se dilataron cual
visión de drogadicto.
El hombre apoyó su
cabeza sobre la almohada y se dignó a dormir; mientras que nosotros fuimos al
cuarto contiguo de la habitación y accedimos a comparar nuestras anotaciones. ¡Qué
desastrosa e ilegible tu grafía, mi querido Holger! ¡Qué prolija y detallada la
de Henning! ¡Qué lástima que no pueda seguir escribiendo así! Aún así, las
tuyas, amigo, fueron las notas más agudas y punzantes que había en esa puesta
en común. No sabíamos si el viejo decía la verdad, pero, ¿por qué no creerle?
Sí, entiendo que era ilógico, y que desatendía rotundamente el aspecto de la realidad,
mas no debía ser descartada como un hecho verídico. ¿Quién, por todos los
santos y demonios, era ese hombre?
Mi colega más
apreciado, tú, Holger (¿debo ser así de adulón contigo para continuar siendo tu
amigo o con el sólo hecho de haberte dado aquél presente para las Navidades era
suficiente?), fuiste el que le dio un jarabe experimental para combatir su
terrible catarro. Una mezcla de agua del río Elba y sales del mar Muerto,
enviadas por una amiga de Alexander, nuestro científico seductor, que vivía, y
creo que sigue viviendo, en el Reino Hachemita de Jordania, fueron a parar al
vaso de precipitado de tamaño bajo y se logró, de esta forma, una viscosa y
nauseabunda mezcolanza que terminamos por llamar “La grafía de Holger”.
Quimérica y emética como tu letra.
El Dr. Riek
preparaba el mejor té de Alemania. Lo hacía con cáscaras de manzanas y lo
esparcía con azúcar fino. Nos servía uno a cada uno, pero había olvidado al
anciano. El Oblicuo comenzó a gesticular, hasta logró pararse y comenzó por
golpear y revolotear todo a su camino. Su incontrolable tensión latía y brotaba
de sus brazos, mientras que las venas que se esparcían, vibrando como un
metrónomo, por su piel se heló delante de Henning.
—
Será mejor que le des un té, antes
que nos asesine por la escasez — logré decirle a Henning —. ¿No te parece?
—
Quizás sea lo mejor — Y el Dr.
Riek, como siempre, respondió con pocas palabras.
El doctor sirvió
una taza de té, y le pidió al anciano, el cual sostenía una silla con una mano
y nos amenazaba con lanzarla si no lo dejábamos ir, que se tranquilizara. Como
si fuese un interruptor, El Oblicuo apoyó la silla que estaba usando de defensa,
dignado a sentarse, y reposó sobre ella. El té lo calmó y hasta pareció que
ansiaba hablar.
—
Una vez, hace mucho tiempo, noté
que la gente tenía sombra. Noté que la llevaban a todas partes, y nadie la
apreciaba — la cuchara que tú le alcanzaste comenzó a revolotear por la loza de
la taza, y el líquido caliente hizo remolinos. Cada roce que esa cuchara hacía
parecía interrumpir el discurso del anciano —. Quizás sea que yo percibí la
sombra ajena por no poseer una.
Todos dejamos de
pestañear y lágrimas recorrieron nuestros rostros cuando colocamos un farol
portátil sobre su cuerpo y encontramos que no había sombra.
El Oblicuo bebió
el té, y se echó a dormir. Tú y Henning tomaron la taza y lo taparon con las
frazadas. Mikhail se acercó a mí, y habló lo suficientemente fuerte como para
conquistar el oído de nuestros colegas.
—
¿Crees que es un vampiro? —
comentó Mikhail con una seriedad lastimosa, mientras su hermano se largó a reír
y los demás lo acompañaron.
—
Los vampiros no tienen reflejo, él
no tiene sombra — el Dr. Alexander Derflinger, su hermano, hizo trabajo de
hermano —. No es lo mismo, idiota.
¿Quiénes son los
que poseen sombras? Los humanos, los animales… los objetos… las cosas.
Entonces: ¿él no es una cosa? Tragué con dificultad.
El invierno se iba
desmenuzando, y la primavera lograba florecer lentamente. Uno de esos días me
desperté en la cama con la frazada tapando solo mis pies, los cuales estaban,
aún así, más fríos que los índices de las manos de una mujer desalmada y
engañada. En el umbral del baño, Alex y Mikhail se encontraban discutiendo
sobre fútbol. Ambos hijos de un fervoroso simpatizante del cerúleo como azulado
Hoffenheim no paraban de buscar ventajas y desventajas de haber cambiado el
nombre a 1899 Hoffenheim del anterior TSG Hoffenheim.
—
Van a pensar que jugamos tal cual
lo hacíamos en el siglo diecinueve, como gimnastas. — decía Mikhail, con su
destacado tono de voz.
—
Y si lo hacen, seguramente, lo van
a pensar gracias a tus ideas de ignorante. ¡Largo de aquí! ¡No te quiero ver
más! — dijo Alex, mientras se le acercaba a su hermano con una violencia
inusitada. Yo estaba con un pie sobre el suelo y el otro sobre el colchón
cuando tú, mi amigo, lograste separarlos para que no ocurra un hecho
desagradable.
Gracias a Dios, y
a ti, Holger, que esa trifulca verbal
había llegado a su fin cuando lo hizo y que no tuve que escuchar más de ella, pero,
ciertamente, recuerdo que lo lamenté, y mucho, por el taciturno Henning que se
encontraba en un banco de madera, construido por su abuelo, sentado y,
considerablemente molesto por el continuo griterío de los fraternos colegas.
Karl Riek se
llamaba el padre del abuelo de Henning. Un carpintero de esos que hoy menguan y
que nos son menesterosos. Recuerdo que el adolescente, callado como siempre,
recurrió a sus lágrimas el día que éste falleció, y que al correo llegó un
paquete del tamaño de un perro mediano, ese mismo día. Henning firmó en una
planilla y se dignó a destrozar el papel (no olvidaré nunca que llegó a usar
los dientes de la furia contenida en su espíritu) para llegar a su centro. Era
un banco de madera estilo rococó. Madera que de seguro había conseguido en la exuberante
Selva Negra. ¡Pobre muchacho! Tener que apoyar sus penas en un banco tan bello
como ese y, al mismo tiempo, tener que soportar estoicamente, como él hacía,
las constantes discusiones de los hermanos Derflinger.
Ya despierto y,
luego consecuentemente, levantado (que no se cumplen en la misma acción como tú
crees, Holger), me propuse a encender un cigarrillo y a convidarle a Henning.
No quiso, y yo me enfrasqué en el fogoso sabor a la menta del paralizante
tabaco. Pasé por la cocina, tomé un café que había sido preparado por ti y,
después, me dirigí al cuarto de observaciones. Abrí las persianas americanas y
una de ellas se trabó. No intenté repararla, mi labor era mucho más importante:
reparar el mundo. Allí, el hombre se había levantado y se encontraba agachado
frente al sillón construido por Karl Riek. Me miró y ni bien tomó aire,
anunciando que su discurso comenzaría, todos los demás muchachos: Alex, Mikhail,
Henning y tú, Holger vinieron a la habitación con prisa aparente y
desvergonzada.
—
Tuve muchos hijos, pero ninguno
sobrevivió su nombre — se tomó una pausa, y nosotros, como siempre, quedamos anonadados
del relato del hombre —. Enloquecí de símbolos.
El hombre se
calló, y se sentó en nuestro llamativo asiento. Fue ese día que empezamos a conseguir
respuestas, pero no de nuestro paciente, sino de nuestras notas.
— Mi primogénita
fue Alba, pero no recuerdo quién fue su madre. Blanca y flemática como el sol.
Luego vino Luna y, más tarde, Natalia.
—
¿Acaso nombró a sus hijas así por
su significado? — Me asusté ante su locura de significados.
—
Sí — agachó su cabeza y continuó
—, aunque no deseo recordarlas, pero no queda más remedio que verlas todos los
días. — Luego entendí, gracias a tus notas Holger, a qué se refería. Sus hijas
habían formado al mundo o eso parecía, dentro de su inmensa como descontrolada locura.
—
¿No recuerda a su madre?
—
No recuerdo a la madre. Tal vez
sea mejor así.
Quien quiera que
haya sido la madre no importaba en este momento, pero lo que sí importaba era
el nombre de las hijas. ¿Era posible que una de ellas fuera el sol, otra la
luna y otra el nacimiento?
El Oblicuo comenzó
a toser indiscriminadamente, casi ahogándose en su propia flema. Le dimos un
poco de “La grafía de Holger”, pero nada pareció mejorar hasta que pasaron unos
minutos. Lo ayudamos a sentarse sobre las almohadas, le lavamos los pies y
recurrimos a un diálogo más agresivo. El Dr. Riek dio un paso al frente.
—
El primer día que entró usted le
dijo a mi compañero — yo le comenté al Dr. Riek que, seguramente, leyó mis
notas — que usted había visto el vértice y el eje del mundo. ¿Cuál es el
vértice del mundo? ¿El polo norte y el polo sur?
—
¿Yo dije eso? — La personalidad
del viejo volvió a la normalidad y no pudimos quitarle ninguna información
sobre ese asunto.
Ciertamente, ¿a
qué se refería con haber conocido el eje y el vértice del mundo? Pensar que el
orbe en el cual habitamos tiene forma elíptica y no posee ningún vértice.
Dejamos preguntas sin respuestas o preguntas con respuestas oscuras e
interminables. Atroces. Por lo menos en mi corazón producían rechazo.
Entrada la noche, mi
querido amigo, intentaste cocinar un pollo, pero olvidaste condimentarlo. Su
sabor no era el más apetecible, pero era comida y ya hacía unos meses que no
abundaba. De repente, escuchamos un temblor metálico que provenía de la
habitación del anciano. Éste se había caído de la camilla y tuvimos que
ayudarlo a levantarse, solo que cuando el hombre se estaba recomponiendo y
tapando sus noblezas con la marchita frazada que le habíamos entregado, los
cinco nos quedamos perplejos ante la imagen. El Oblicuo tenía su ojo izquierdo
morado y el torso desnudo. En su tórax, las costillas se percibían
notablemente, pero cuando vislumbramos su estómago, ante la gruesa luz de la
luna, el espanto nos amordazó y nos tomó desprevenidos. Fuimos tomados rehenes
por el asombro. Este sentimiento, luego de unos minutos, fue reemplazado por la
risa incontenible de nosotros cinco. Fue la falta de ombligo del hombre que nos
colocó los cabellos de punta y que logró nuestra risa. Pues, tantos años
buscando por qué razón las pinturas del renacimiento presentaban a Eva y a Adán
con ombligo si no tenían madre, y hoy nos encontrábamos ante el hombre que
hubiese sido aniquilado o, tal vez, amado en el siglo XV.
—
¿Nos puede explicar por qué no
tiene ombligo? — atinó nuestro apurado y querido Mikhail.
—
Ni siquiera sé qué es un ombligo.
¿Podrías explicarme?
—
Esto es un ombligo — se levantó la
camisa y le mostró su estómago desnudo mientras trataba de no dejar caer sus tirantes
elásticos.
—
¡Ah, esa herida! ¿Ese es el famoso
“ombligo”? ¡Pues, miren qué peculiar! La verdad es que no tengo idea de por qué
no poseo esa lastimadura en mi cuerpo, aunque tengo su equivalente aquí. — Tomó
su frazada y la falda de lana y las lanzó por el aire haciendo que la tela
atraviese la sala y caiga sobre la computadora, se desnudó, y nos mostró su
trasero, despojado de harapos. El Oblicuo comenzó a reírse, y eventualmente,
consiguió que nosotros reaccionemos de la misma forma.
Le hiciste una ecografía
al anciano, mientras nosotros comíamos, y El Oblicuo dormía. Encontraste que el
hombre tenía un equivalente al ombligo bajo su axila derecha. Era un pequeño
orificio arrugado que contenía un destello de lo más extraño y misterioso como disimulado.
Nos llamaste, y yo, con la pata de pollo todavía en mi mano, corrí hacia la
habitación.
—
Penrod, ¿ves esta luz? — me
dijiste, penetrando directamente en mi alma, como siempre hiciste.
—
Sí — ese brillo era magnífico,
único.
—
Acércate a él, toma esta lupa y
trata de contar los colores.
Así hice, tomé la
lupa que mi amigo me entregó y, de esa forma, con mi suave tacto, con el
anciano durmiendo y con mi desconsolada desesperación tanteé ese nuevo ombligo.
Blancos, platinados, celestes, rubíes, cristales y escarlatas exhaustos de
llorar danzas de la lluvia fueron los colores que bailaron ante mi vista. Ese
pequeño orificio no estaba cerrado como la cicatriz humana que nuestras madres
y sus cordones umbilicales nos dejan, este orificio estaba abierto de par en par,
casi configurada con un perfil octagonal que ya dejaba de parecer piel. Era
otra cosa. Intenté introducir mi dedo, pero parecía superficial, como si no
tuviese fondo, a la manera de un vidrio. Los claros y centellantes pigmentos
entablaron una discordia con otros tonos. Era como mirar un televisor, una
imagen nueva a cada segundo, demasiado rápida para contemplar en la inmediatez
del tiempo pero, a la vez, demasiado lenta para contemplarla de un solo y
rígido vistazo. Unas pizcas de verde contaminaron su ombligo y la vista me
engañó. Un calor sofocante y tremebundo hizo que mi sistema nervioso se
arqueara. Magma y lava eran las imágenes que visualicé. Frío. Calor. Calor.
Fuego. Ese momento fue absolutamente singular y prodigioso. El hombre comenzó a
despertarse, abrió los ojos y nos miró.
Aprovecho a
dejarte un comentario, Holger. No sé para qué pediste que anotemos estas cosas,
pero debo decir que arrepiento cada gota de tinta que gasté. Dudo que nos
volvamos a ver, mas espero que hayas estado en paz contigo mismo, como Henning
lo hizo con su abuelo, como Alex y Mikhail entre ellos, y yo con nuestra pronta
muerte. Has sido un gran amigo. Lamento mucho que no hayas podido conseguir la
mano de esa muchacha: ella seguramente se lo está perdiendo.
Bajé del tren y no
bajó nadie conmigo. La caminata se hizo más larga de lo común. Tal vez fue
porque ya no era la misma que solía tener hacía unos meses. El calor era agobiante,
casi como un horno a punto. Habían finalizado los últimos días del invierno y
la incesante primavera nos había apabullado, o por lo menos a mí, con unos
golpes tremebundos. Mis primas pequeñas, recuerdo, habían obtenido el autógrafo
de su cantante favorito en Hanóver y no podían estar más felices; pero yo,
había conocido a la persona más famosa del mundo, sin que nadie la conozca más
que mi equipo. Eso debía haber sido felicidad. Peculiarmente, no fue ese lo que
obtuve en esa especial jornada.
—
¿Qué están haciendo? — preguntó
sin descaro el anciano.
—
No creo que podamos responder, —
Dijo el joven Dr. Riek —, pero creo que usted nos debe una respuesta.
—
Yo no les debo nada a ustedes. ¿Quiénes
se creen que son? —El Oblicuo subió su tono de voz —. Toda mi vida estuve en
movimiento y ustedes me inmovilizan en esta habitación mediocre, con su asiento
rococó pomposo, su aliento a pollo agrio y sin condimentos, su mugroso y
musgoso jarabe y sus incesantes cuchicheos de flamencos.
—
Señor, no intentamos ser descorteses
con usted, pero aún así, debe explicarnos qué es esto.
—
¿Eso? Ese es mi ombligo, y es
propiedad privada — ahora parecía saber qué era un ombligo. El Oblicuo estaba
allí —. ¿Acaso yo voy por la vida asaltando a la gente para ver su ombligo?
¡No, no!
—
No, pues, claro que no. Supongo
que no, pero…
—
Pero nada. Puras patrañas, yo debo
seguir mi rumbo, así que libérenme — se infiltró fijamente en nuestros seres y
gritó ante nuestra inacción —. ¡Ahora mismo! — el anciano explotó, y su tos
retornó a su hablar.
Tú me miraste, y Mikhail,
Alexander y Henning y te siguieron. Esperaron que yo, su capitán, tenga una
respuesta. No sabía si yo la quería tener, si la debía tener, o si, realmente,
la podía tener. Cuestión que enderecé mis vértebras, retiré mi lupa de su axila
y le dirigí la palabra sin más miedo, y sin más nudos.
—
Señor, nosotros no tenemos ningún
derecho en retenerlo aquí.
—
Pues, si es así, abran esa maldita
puerta que debo ir a trabajar. — Las cejas de Holger se posicionaron de una
manera distinta. El anciano nunca había hablado de ningún trabajo.
—
¿De qué trabajo habla?
—
El trabajo más importante del
mundo — El Oblicuo volvió.
—
El nuestro es el trabajo más
importante del mundo. — Soberbia o no, era la pura verdad.
—
¡Ah, patrañas! Mi trabajo hace que
tu trabajo tenga sentido, Penrod. — Mis pupilas se dilataron a más no poder del
terror.
—
Señor, ¿de qué trabajo está
hablando? ¿Quién es usted?
—
Yo, mi curioso Penrod; mí
enamorado Dr. Fassbinder; mi taciturno y calmo Dr. Riek; mi seductor Alexander,
y mi flemático Mikhail — la carraspera se hizo muy evidente en su garganta —,
soy el edecán de Dios.
—
¿A qué se refiere? ¿Qué edecán de
Dios? ¿Qué Dios? Ni que estuviésemos en una guerra.
—
El dios que quieras, el dios que
desees evocar. Yo ayudo a que Su mundo gire. Soy su mano derecha, su mano
izquierda, su pierna derecha, su pierna izquierda — su tos se hizo más y más
fuerte, y se empezó a ahogar —. Nada importa si hay una guerra o no… aunque
siempre las hay — dijo el anciano milésimas de segundo antes de desplomarse
ante nuestra presencia.
Alexander, de
tantas mujeres que había dejado sin aliento por sus pectorales bien formados, y
gracias a su perfume varonil y nervudo, era el único de nosotros cinco que
sabía hacer respiración boca a boca. El Oblicuo, edecán, ayudante, o mano
derecha de Dios, aunque todavía no sabíamos qué dios, comenzó a esputar flema
por la boca, y sus ojos se tornaron aguados. Las manos del anciano temblaban
mientras Alexander, el simpatizante del Hoffenheim, aspiraba ingresarle aire a
sus pulmones. Sus últimas palabras nos habían dejado atónitos y anonadados.
Cada uno de nosotros procuró tocarlo, acariciarlo para aliviar su dolor durante
ese horrible momento. Henning se dio por vencido, y fue a su asiento rococó, yo
me enfrasqué en un rubio cigarrillo, tú no abandonaste en ningún momento esas
anotaciones en el cuaderno con tu inconfundible grafía, imposible de descifrar,
y Mikhail, por primera vez en su vida, no dijo una palabra, no parpadeó más, no
le gritó a su hermano, no palpó la insignia de su equipo predilecto y nos
consiguió ese afamado y requerido silencio. Alexander no pudo lograr que el
anciano continuara viviendo y fue en ese momento que el Dr. Riek, levantándose
de su asiento y yendo en busca de un vaso con agua, se tropezó. Temblé de la
risa, aunque todavía no sé si eran de las cosquillas de la Muerte o de la
gracia que me causaba ver a Henning cayéndose.
—
No tengo nombre. Solo recuerdo
algo parecido a un sueño, y fue esa vez que me vi frente a un espejo. Noté mis
extremidades — tos y más tos en su discurso —, delineé mi cuerpo con la mirada
y encontré ese orificio de brillo.
—
Siga respirando, señor. —
Alexander, entre su congoja y su falta de saliva, le dijo.
—
No se preocupe por mí, Dr. Derflinger.
Solo sepa que una vez me vi a un espejo y me vi a mi mismo. Nunca tuve la
necesidad de comer, nunca tuve la necesidad de beber, pero sí tuve esa urgencia
de estar siempre en movimiento. Ya no sé que deparará para este mundo sin mi comparecencia.
Creí que era imprescindible, pero veo que tu dios o el dios de otra persona me
ve como accesorio. ¡Quiero ver qué vas a hacer sin mí, mundo! ¡Intenta seguir
rotando alrededor de mis dos primeras hijas! — hizo una pausa, agachó la cabeza
y la levantó nuevamente con un suspiro tajante —. Natalia no volverá…
Sus ojos se
volvieron hacia atrás con una violencia portentosa y supimos que esas fueron
sus últimas palabras. Por unos minutos nadie emitió murmullo alguno y hasta
llegué a sospechar que Henning volcó unas sórdidas y vacías lágrimas de
tristeza sobre la almohada de nuestro anciano. Él había sido un gran invitado,
singular como no había otro y como no iba a haber otro en el mundo. Estábamos
solos y nada podía reparar este desastre, ni siquiera nosotros con nuestro
nimio intento de enmendar la locura universal.
Así era, el
anciano, El Oblicuo, tan extrañamente elocuente, había fallecido y nos había
entregado una misiva esencial: Natalia no volverá. Sí, efectivamente, ella no
volvería. Ni ella, ni la Navidad, ni los niños producto de su nacimiento, que
no veíamos desde hacía mucho tiempo, no regresarían. Pero, en cuanto a Alba y a
Luna, tuvimos que afrontar las consecuencias. Era inútil emprender echar un
vistazo al cielo, noche, mañana o crepúsculo: arrinconados en el marchito
hábito, repetición de vida, estribillo de oscura mortandad. Todo sería igual.
Igual. Ni adelante, ni atrás. Ni pasado, ni futuro. Estática y rígida
existencia.
Llegué a mi casa,
dejé las llaves sobre el sillón, solté la valija en el suelo y pensé en olvidar
ese día. La gente dejó de envejecer porque el tiempo dejó de correr. El calor
seguía sofocando el día y, seguramente, lo seguiría haciendo hasta el fin de
nuestros días. Me recosté sobre la cama, luego de meses sin entrar en mi hogar,
y me detuve a sollozar sin aparente consuelo. Esos franceses nos llevaron a la
perdición y nosotros caímos en la trampa más inmunda y colosal de La Tierra. El
humano se enfrascó desde el comienzo de los tiempos en averiguar qué dios había
que seguir, nosotros nos dedicamos a fisgonear por qué ese hombre no poseía
sombra e intentamos buscar por qué su ombligo contenía un haz de luz insoportablemente
seductor como radiante que olvidamos nuestro objetivo: reparar el mundo. El día
seguiría siendo día, y las noches seguirían siendo noches, en el candente estío
o en el álgido invierno. Calurosos días aquí, heladas noches por allá. El orbe
suspendido. Congelado. Incandescente. Congelado. Incandescente.
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